Cada 20 de febrero, la Iglesia Católica celebra a los hermanos San Francisco y Santa Jacinta Marto, dos de los pequeños pastorcitos videntes de Fátima. Ambos nacieron en Aljustrel, un pequeño pueblo situado a menos de 1 km de la localidad de Fátima (Portugal).
Francisco nació en 1908 y Jacinta dos años después. Desde pequeños, los hermanos aprendieron a cuidarse el uno al otro y a acompañar a su prima Lucía dos Santos, quien solía hablarles de Jesús.
Los tres cuidaban ovejas en los hermosos campos de su región natal. Como muchos niños de su edad, pasaban gran parte del día intercalando el trabajo -indispensable para el sustento de sus empobrecidas familias- con el juego. Cuando no, también había tiempo para alguna oración. Y fue a estos tres que la Madre de Dios se les apareció y les dijo: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas».
Francisco y Jacinta murieron muy jóvenes, poco después de producidas las apariciones; mientras que Lucía les sobrevivió por muchos años, convirtiéndose en carmelita descalza.
Sor Lucía dos Santos falleció el 13 de febrero de 2005 a los 97 años en el convento del carmelo de Santa Teresa, en Coímbra.
Del 13 de mayo al 13 de octubre de 1917, María, Madre de Dios, se apareció en varias ocasiones a Francisco, Jacinta y Lucía, en Cova de Iría, Portugal. Fueron meses en los que abundó la gracia y la presencia de Dios, pero también un periodo en el que los corazones de los tres niños fueron puestos a prueba. Ellos soportaron con valentía calumnias, injurias, incomprensiones, e incluso la prisión. Sin embargo, nada de esto parecía perturbarlos demasiado. De vez en cuando se les oía decir: “Si nos matan, no importa; vamos al cielo”.
Después de las apariciones, Jacinta y Francisco retomaron sus vidas sencillas, al igual que Lucía. A esta última, la Virgen le pidió explícitamente que asistiera a la escuela. Lo propio hicieron Jacinta y Francisco cuando tuvieron edad para hacerlo.
Todos los días, de camino a la escuelita del pueblo, pasaban por la Iglesia y se detenían para saludar a Jesús Eucaristía, hincados de rodillas. Muchos solían acompañarlos con gozo, muy conscientes de quiénes eran: los niños que Dios eligió para hacer llegar su mensaje a la humanidad.
Tan solo tres niños
Francisco, a sabiendas de que no viviría mucho tiempo porque así le fue anunciado, le dijo un día a Lucía: “Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús escondido”. Desde ese día, a la salida de la escuela, las niñas lo encontraban siempre en el templo, rezando en el lugar más cercano al Tabernáculo, en profundo recogimiento.
De los tres, el pequeño Francisco era el más dado a la oración pues quería, con sus rezos, consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de los hombres.
En una ocasión Lucía le preguntó: «Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o convertir a los pecadores?». Él respondió: «Yo prefiero consolar al Señor… ¿no viste qué triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no deben ofender más al Señor, que está ya tan ofendido? A mí me gustaría consolar al Señor y después convertir a los pecadores para que ellos no ofendan más al Señor». Al rato prosiguió: «Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora».
Jacinta, por su lado, participaba diariamente de la Santa Misa. Su deseo era recibir la Eucaristía cuantas veces fuera posible. Todo lo ofrecía por la conversión de los pecadores y para reparar las ofensas hechas a Dios. Le atraía mucho estar con Jesús Sacramentado. «Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús», repetía.
Dolor redentor
Poco después de la cuarta aparición, Jacinta encontró una cuerda. Los niños acordaron cortarla en tres y ceñírsela a la cintura, sobre la piel, como expresión de sacrificio y mortificación. Esto les causaba un gran dolor, según contaría Lucía muchos años después. La Virgen entonces los consoló diciéndoles que Jesús estaba muy contento con sus sacrificios, pero que no quería que durmieran más con la cuerda. Y así lo hicieron.
A Jacinta se le concedió la visión de los sufrimientos del Sumo Pontífice. «Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas», contó ella.
Los niños tenían presente al Papa continuamente y ofrecían tres Avemarías por él después de cada Rosario. Su cercanía con la Madre de Dios había fortalecido inmensamente el poder intercesor de sus oraciones. Muchas personas -a veces familias enteras- acudían a ellos para que llevaran sus intenciones a la Virgen, y Ella obraba.
En una ocasión, una madre de familia le rogó a Jacinta que rece por un hijo que se había ido de casa cual hijo pródigo. Días después, el joven regresó, pidió perdón y le contó a su familia que después de haber gastado todo lo que tenía, robado y estado en la cárcel, algo inexplicable le tocó el corazón y decidió apartarse de todo, corriendo una noche rumbo al bosque para pensar. Sintiéndose perdido en ese momento, con la vida arruinada, se arrodilló llorando y rezó. En eso, tuvo una visión: Jacinta estaba frente a él, le tomó de la mano y lo condujo hasta un sendero.
Ese habría de ser el inicio del retorno a casa del muchacho. La historia llegaría a oídos de todos en el pueblo, hasta que alguien se atrevió a preguntarle a Jacinta si realmente se había encontrado con el muchacho, pero ella respondió que no, y que tampoco lo conocía. Eso sí -admitió la niña- había estado rogando y rogando a la Virgen para que regrese, tal y como aquella madre desconsolada se lo pidió.
De la tierra al cielo: “Yo me voy al Paraíso” (Francisco Marto)
El 23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta enfermaron gravemente de bronconeumonía. Por entonces una epidemia asolaba muchas partes de Europa.
El buen Francisco se fue deteriorando poco a poco en las semanas siguientes. Pidió recibir la Primera Comunión para la que se preparó con ahínco. Aún enfermo guardó el ayuno con diligencia y se alistó para confesarse. La paz que irradiaba el día de su primera confesión contagió a todos a su alrededor.
“Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba”, le dijo Francisco a Lucía y Jacinta. Al día siguiente, el 4 de abril de 1919, el niño partió a la casa del Padre.
De la tierra al cielo: “Pidan la paz al Inmaculado Corazón” (Jacinta Marto)
Jacinta sufrió mucho por la muerte de su hermano. Mientras tanto, su propia enfermedad se iba agravando. Llegó el día en que tuvo que ser llevada al hospital de Vila Nova. De aquel lugar volvería a casa con una “llaga en el pecho”. En medio de los dolores le confiaría a su prima: «Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María».
Como no mejoraba, la niña sería trasladada al hospital de Lisboa. Antes de partir alcanzó a decirle a su prima Lucía: “Ya falta poco para irme al cielo… Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios le confió a Ella”.
A Jacinta se le aplicó un procedimiento quirúrgico en el que le quitaron dos costillas del lado izquierdo. En ese punto le quedó una llaga ancha del tamaño de una mano. Los dolores que sentía eran espantosos, pero aun así no cesaba de invocar a la Virgen y de ofrecerle su dolor por la salvación de los pecadores.
El 20 de febrero de 1920 pidió los últimos sacramentos, se confesó y rogó que le llevaran la comunión. Minutos después expiró -Jacinta solo tenía diez años de edad-.
El mensaje de Fátima: “Haced penitencia”
Antes de morir, la pequeña Jacinta, alcanzó a decir algunas cosas que fueron escritas por su madrina, con quien vivía:
“Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne. Las guerras son consecuencia del pecado del mundo. Es preciso hacer penitencias para que se detengan.
No hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
Tener mucha paciencia porque la paciencia nos lleva al cielo”.
Dos niños santos, tesoros de la Iglesia
Los cuerpos de Francisco y Jacinta fueron trasladados al Santuario de Fátima, donde se encuentran sepultados sus restos. Años más tarde, se producirían las exhumaciones.
Cuando se abrió el sepulcro de Francisco, se podía apreciar que el Rosario que le colocaron sobre el pecho el día de su entierro estaba enredado entre los dedos de sus manos. El cuerpo de Jacinta, exhumado quince años después de su muerte, fue hallado incorrupto.
«Contemplar como Francisco y amar como Jacinta», fue el lema con el que estos dos videntes de la Virgen de Fátima fueron beatificados por San Juan Pablo II, el 13 de mayo del año 2000. El Papa Francisco los canonizó el 13 de mayo de 2017 en Fátima, en el marco de las celebraciones por el centésimo aniversario de las apariciones de la Virgen.
¡Francisco y Jacinta, rogad por nosotros, pecadores!