«Os he recomendado la pobreza, la caridad, la humildad para que, a través de estas tres virtudes, alcancéis verdaderas riquezas, placeres y honores con la ayuda de Aquel que es un fuerte apoyo, nuestro Señor Jesucristo.» (Carta a la Beata Diana del Andalò)
«Vivir honestamente, amar, enseñar»: así resumía fray Jordán su regla de vida, que se convertiría en la de los dominicos, en el surco trazado por el Fundador, que quería que sus frailes «se empeñaran en la oración, la enseñanza y la predicación».
La llamada a la predicación
Nacido en Westfalia, se conoce poco de la vida de Jordán antes de su encuentro con santo Domingo en París en 1219, cuando lo eligió como su confesor y comenzó a estudiar para el diaconado. Al año siguiente tomó el hábito dominicano y se dio a conocer inmediatamente por sus dotes oratorias que se nutrían de la belleza del mensaje evangélico y del amor por la salvación de las almas. Su entusiasmo evangelizador le hizo ganarse inmediatamente el profundo aprecio tanto de los pobres como de los universitarios. Viajó mucho, Fray Jordán, incluso después de ser nombrado Provincial de Lombardía: viajó para participar en los Capítulos, pero sobre todo para proclamar la Palabra de Dios durante 20 años, hasta que sus fuerzas se lo permitieron.
La querida Orden
La fe firme y la vida santa de Fray Jordán atrajo muchas almas a su Orden: en resumen, el número de frailes aumentó de trescientos a cuatro mil y el número de casas de treinta a trescientas. Trabajó para publicar las primeras Constituciones dominicanas, para dar impulso a las misiones y a la administración de los sacramentos y para proteger el derecho a sepultar a los frailes en las iglesias dominicanas. No dejó de defender el carácter universal de la Orden y su independencia frente a las interferencias del clero local; además, fue gracias a él que las monjas dominicas estuvieran también jurídicamente incluidas en la Orden, como había sido la voluntad precisa del Fundador.
En los pasos de Santo Domingo
El hermano Jordán fue alumno de santo Domingo, que lo había elegido como su sucesor. El Beato, aún hasta hoy en día, sigue siendo el más auténtico intérprete de la espiritualidad del Fundador, especialmente por su tiempo dedicado a la oración y la devoción a María. Domingo y Jordán se semejaban mucho por la mansedumbre pues corregían a sus hermanos y hermanas con bondad de corazón más que con rigor y disciplina, los escuchaban, los consolaban y los animaban incluso por carta, cuando no podían estar presenten a su lado. Su espiritualidad era muy sencilla, hecha de unión con Dios e imitación de Cristo, de aceptación de las tribulaciones como instrumento de purificación y meditación de la Pasión de Jesús, sin descuidar el ejercicio de las virtudes cristianas y el don de sí mismos a todos, especialmente a los queridos pobres: «Más vale perder la sotana que la piedad», decía. Hacia el final de su vida Dios le concedió ver el traslado de los restos de santo Domingo a un sepulcro más decente y, al año siguiente, le concedió alegrarse por la canonización de Domingo realizada por el Papa Gregorio IX.
El naufragio en Acre
El barco en el que viajaba al regresar de una peregrinación a Tierra Santa naufragó cerca de Acre, la actual Akkon: al oír la noticia, los frailes de la comunidad local se precipitaron inmediatamente y encontraron el cuerpo exánime de Jordán envuelto en una cruz de luz. Lo sepultaron en su iglesia, pero sus restos fueron dispersados después de la invasión turca. La tradición añade que, precisamente el día en que Jordán murió, la futura Santa Ludgarda tuvo una visión de Jordán en el cielo, entre los Apóstoles y los Profetas.
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