Ramón Pretelín Escalera

Ciudad de México.— La sociedad actual necesita redescubrir su verdad más fundamental para poder superar la crisis que estamos viviendo desde hace tiempo: la dignidad humana, el aprecio absoluto por los derechos humanos de cada persona. Sin esta base, unos instrumentalizarán a otros para sus propios fines, y los seres humanos serán usados en lugar de respetados.

La dignidad, o “cualidad de digno, excelencia, grandeza”, hace referencia al valor inherente al ser humano por el simple hecho de serlo, en cuanto ser racional, dotado de libertad. Es único e irrepetible y merece todo el respeto.

No se trata de una cualidad otorgada por nadie, sino consustancial al ser humano. No depende de ningún tipo de condicionamiento ni de diferencias étnicas, de sexo, de condición social, dinero, salud, belleza física, simpatía, situaciones de poder, o cualquier otro tipo.

El ser humano tiene dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas.

El hombre se considera un sujeto libre y por lo tanto responsable de sus actos. Los conceptos de libertad y responsabilidad aparecen indisolublemente unidos al de dignidad. Somos sujetos de derechos y deberes y estamos asociarnos al perfeccionamiento del mundo por la inteligencia y capacidad para amar que poseemos.

El reconocimiento jurídico de la dignidad personal no se produjo hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, con la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada en 1948.

Dicha Declaración invoca la “dignidad intrínseca (…) de todos los miembros de la familia humana”, y afirmar que *“todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”* (artículo 1°).

Tenemos como tarea el deber de proteger, cultivar y promover nuestra dignidad humana.

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