Un verdadero “evangelio”, que se puede anunciar al mundo con ocasión de la segunda Jornada
Mundial de los Abuelos y de los Mayores, indicó el Romano Pontífice, Papa Francisco, con motivo de
la II de la jornada mundial de los abuelos y de los mayores a celebrarse este 24 de julio de 2022.
Roma, San Juan de Letrán.– En contracorriente a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida, y con
respecto a la actitud resignada de algunos ancianos, que siguen adelante con poca esperanza, sin guardar nada del futuro, precisó.
Mucha gente teme a la ancianidad, tras considerar una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto, con el argumento de los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que les eviten hacerse cargo de sus preocupaciones. Mentalidad conocida como la “cultura del descarte”, mientras les hacen sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”.
Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, porque los ancianos no son
parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos! La
ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, a pesar de que llega después de un largo
camino, ninguno se ha preparado para afrontar, y parece que tomara por sorpresa. La sociedad más
desarrollada invierte en esta edad de la vida, pero no ayudan a interpretarla y ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia.
Es difícil mirar al futuro, vislumbrar un horizonte a dónde dirigirse. Por una
parte, estamos tentados de exorcizar la vejez al esconder las arrugas, fingir que ser siempre jóvenes, por otra, parece que no queda más que vivir sin ilusión, resignarse a no tener “frutos para dar”. El final de la actividad laboral y los hijos autónomos hacen disminuir los motivos por los que gastaron sus energías. La consciencia de que la fuerza declina o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos acelerados, ante los cuales cuesta mantener el paso— parece que n dejar alternativa y lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9). Pero el mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en las diferentes estaciones de la existencia— invita a esperar la vejez y las canas, Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal.
Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más (cf. vv. 14-20) y descubrir que envejecer no implica el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición! Vigilar sobre y aprender a llevar una ancianidad activa desde el punto de vista espiritual, cultivar la vida interior por medio de la lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia. Junto a la relación con Dios, la relación con los demás, con la familia, los hijos, nietos, a los que se pueda ofrecer afecto, atenciones; pero también con las personas pobres y afligidas, acercárselas con la ayuda concreta y oración.
Todo esto ayudará a no sentirse
espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana. Afinar en
cambio, los sentidos, reconocer la presencia del Señor, para ser como “verdes olivos en la casa de Dios” (cf. Sal 52,10), y ser una bendición para quienes viven a nuestro lado. La ancianidad no es un tiempo inútil para hacerse a un lado, ni abandonar los remos en la barca, sino que es una estación para dar frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial de nosotros ancianos, de la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos hacen más humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de los ancianos hacia las nuevas generaciones» [3]. Es nuestro aporte a la revolución de la ternura
[4], una revolución espiritual y pacífica a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser protagonistas. 2 El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles al hecho de que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia que amenazan a la familia humana y a nuestra casa común.
Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles.
Nuestra actitud tal vez pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los
agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra (cf. Mt5,5). Uno de los frutos que estamos
llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos» [5]; pero hoy es el tiempo de tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con la oración—, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que aún no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa. Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y solícito— a los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur. Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden hacerlo.
Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas que provienen de otros países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino necesario. Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura.
Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios» [6]. Nuestra invocación confiada puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el “coro” permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida» [7]. Es por eso que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para decir 3 una vez más, con alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”. ¡Celebrémosla juntos! Los invito a anunciar esta Jornada en sus parroquias y comunidades, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que están solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo. Pidamos a la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución de la ternura, para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la guerra. Que mi Bendición, con la seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y a sus seres queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí, subrayó el Papa Francisco.