Detengámonos un momento en cada apartado, sin albergar demasiadas pretensiones, pues la realidad nos desborda, dejándonos iluminar por el Señor.

  1. Señor, ¿volveré a la vida con este frágil cuerpo?
    No quisiera ser incluido en el número de los insensatos a que alude san Pablo en su carta, mas desearía abrir ante ti, Dios mío, mi mente y mi corazón. Sé muy bien, porque creo, que Cristo ha resucitado y que nosotros resucitaremos con él. ¡Sublime verdad de fe que responde perfectamente a nuestra vocación de eternidad y la satisface! Por la resurrección viviremos una eternidad de criaturas e hijos de Dios que cantan su gloria y son felices en su regazo.
    Pero todos los discursos sobre el tema, incluido el de Pablo, aunque sean hermosos, me resultan muy difíciles de digerir racionalmente. Sólo después de creer en el misterio, misterio de verdad y de amor, la dificultad se endulza con la belleza.
  • Mis lecturas me han hecho conocer, Señor, que en todos los pueblos y culturas el ser humano (por obra y gracia de la conciencia pensante que le diste, de la conciencia que interroga a las cosas y que quiere conocer el modo de ser de las mismas), se disparó el anhelo, la exigencia de pervivir personalmente más allá de los 60, 80, 100 años de su paso por la tierra. Tú fuiste quien le dio un alma inquieta, buscadora de verdades, descubridora de horizontes, y por ella le diferenciaste de otros seres inferiores. El hambre y sed de vida eterna se lo infundiste Tú. Gracias por tu bondad creadora. ¿Te complacerá, pues, que dediquemos la inteligencia a pergeñar nuestro eterno futuro…?
  • Pero también he visto, Señor, que esos mismos pueblos y culturas han chocado siempre de forma impetuosa con el «misterio» del más allá. Y en ese violento choque, unas veces por ansia excesiva y búsqueda de luz racional, y otras veces por depresión ante su ausencia, han sufrido el flagelo de tentaciones de abandono, es decir, de alejamiento de ti.
    Fue muy dura su tentación desmedida cuando ésta les incitó a que quemaran sus naves, sus energías mentales, buscando alguna experiencia y descripción razonable del «misterioso del más allá para esta vida corporal nuestra», como si de una investigación de laboratorio se tratara; y en vez de quemar las naves se quemaron ellos mismos en el empeño. Algunos, haciendo hipótesis, dijeron que al final de sus días, la mente, las energías espirituales, su espíritu humano… quedaría inmerso en el conjunto de las energías del universo, y otros pensaron quedarán como flotando en el aire revoloteando por el entorno familiar en que vivieron …
    Y fue también muy dura la tentación de contrariar a la naturaleza humana pensante y libre, cuando, decepcionados por el anterior esfuerzo mental, prefirieron contentarse con las apariencias sensibles y cortaron las alas al pensamiento audaz. El hombre, se dijeron, comete grave error obsesionándose con el más allá. El más allá o no existe o no se nos alcanza, y vale más estimar que somos barro, no más que barro bien organizado que, a pesar de su perfección vital, al cabo de los días volverá a fundirse con el polvo de donde salimos.
    ¡Qué tragedia, Señor! Cerrado el horizonte de luz, pues faltabas Tú, con tu luz, calmaron su ánimo con la reducción a la ceniza o minerales de que se compone nuestro cuerpo… Les faltó tu fe, el don que Tú haces a los hijos…
  1. Se siembra un cuerpo mortal y brota otro inmortal.
    Gracias te doy, Señor, porque en nuestra cultura bíblica y cristiana no nos identificamos con ninguna de esas hipótesis que reducen o anulan nuestra personalidad viviente. Es verdad que nosotros, como los demás hombres, nos sentimos carne, huesos, polvo y hierro.., y que esa dimensión física de nuestro ser volverá a la madre tierra o al agua de un río, o se dispersará con el aire en las montañas. Pero es verdad también que otra dimensión de nuestra persona (aquella que poblaba de sentimientos, libertad, horizontes, arte, gracia y solidaridad… los espacios de nuestro cuerpo físico) no se dispersará con los vientos, ni será arrastrada por las aguas, ni se dejará absorber por la tierra. Esa unidad de conciencia pensante, responsable, libre, simbolizadora y creadora, pervivirá ante ti, Dios mío, en su condición de persona.
    Mas cuando lo digo, Señor, soy muy consciente de que nosotros, cristianos, aunque iluminados por la fe, tampoco sabemos cómo acontecerá esa realidad sublime, vital . Tú no nos la has revelado; Cristo no nos lo explicó; y nuestra inteligencia es incapaz de abarcarlo.
    Tú sólo nos dijiste que todos y cada uno de los hombres continuaremos siendo personas ante ti, Dios personal que nos creaste, nos redimiste y nos esperas. Y no sabemos más, ni entendemos más.
    Leyendo a san Pablo nos damos cuenta de que solamente en imágenes vivas, en metáforas, cabe hablar racionalmente del misterio de más allá, sugiriendo simplemente que las maravillas de la vida nos preparan para vislumbrar los prodigios de que es capaz el poder y amor divino.
    Nosotros, seres corpóreos, conscientes, libres, somos (en un momento) algo parecido a la semilla preñada de vida que arroja el sembrador en el surco. ¿No hemos visto cómo la semilla de trigo, naranja, roble o azahar…., aparentemente inerte, en el misterioso decurso de su expansión vital explosiona en tallo, flor, aroma, espiga..? Pues algo parecido (en plano muchísimo más elevado) acontecerá a nuestro cuerpo sensible, afectivo, pensante. Muerto y corrompido, como la semilla, se transfigurará nuevamente ser personal, en un ser nuevo, espiritual, celestial, como dejando las escamas, la piel el torso corpóreo mortal, y emergiendo en figura de ser inmortal…
  2. Dios da forma y gracia a cada semilla
    Me quedo, señor, con las metáforas vivas. Mi vida en el más allá será la mía, pero transformada: desde la figura repelente de oruga en multicolor mariposa; desde el esqueje espinoso en deliciosa flor; desde el grano corrupto en dorada espiga; desde el mero cuerpo sensible y dolorido en espíritu que ama, adora, canta y ríe de felicidad….
    Señor, ¿cómo será definitivamente la forma que revestiremos cada uno ante ti, desde nuestra singularidad personal creada, amada, redimida, sepultada con Cristo y resucitada con él para la gloria?
    Déjame, Señor, ser flor, violeta, rosa, jazmín… que inunde el cielo de suave aroma. Eso me basta. Tú me lo darás, sin que mi debilidad acierte a comprender cómo es tu amor todopoderoso…

V. Vivamos, resucitados, como hombres del Cielo
«El primer hombre {Adán} procede de la tierra y es terrestre; el segundo, Cristo, procede del cielo. El terrestre es prototipo de los terrestres; el celestial, de los celestiales. Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevaremos también la imagen del celestial…» (/1Co/15/47-49).
Concluimos en esta quinta meditación una primera serie de reflexiones espirituales sobre la vida en Cristo resucitado que habrán de prolongarse en otras fechas. Cristo, fuente de inspiración y vida, es manantial inagotable. Lo que en cinco días hemos considerado con amor , siguiendo principalmente el texto del capítulo 15 de la primera carta de san Pablo a los Corintios, casi no llega a rozar el brocal del pozo del misterio.
Hoy nos recrearemos nuevamente divisando en lejanía al Dios Amor que se hace visible en la encarnación del Hijo, escucharemos su mensaje y saboreemos, como la Cananea, siquiera las migajas que caen de la Mesa en que reparte el alimento de su Pan y su Palabra.
En los versículos 47 a 49 del citado capítulo Pablo nos señala cómo ha de ser nuestro modo de vivir en Cristo resucitado, y lo hace por medio de una comparación y contraposición entre dos tipos de hombre: el de hombre terreno, representado por Adán, y el de hombre celestial, encarnado por Cristo. La opción por uno u otro modo de ser y vivir marcará la diferencia entre quienes siguen caminos de muerte y quienes optan por sendas de vida eterna.

  1. El hombre de la tierra y el hombre del cielo
    Hermano mío, esas palabras que utiliza Pablo (hombre de la tierra, hombre del cielo) contienen, en la gracia de un lenguaje metafórico, un cúmulo de referencias interesantísimas. Todas ellas aluden al estilo de conducta que podemos adoptar (y adoptamos) los mortales, responsable o irresponsablemente, según que obramos
    -viviendo en gracia o en pecado,
    -en fidelidad o infidelidad,
    -inmersos en afanes caducos o en aspiraciones de valor eterno,
    -siendo esclavos de intereses mezquinos o servidores de nobles ideales,
    -dándonos por satisfechos sólo con el gozo del presente que acaba en el polvo y la muerte, o hambreando, además, el más allá en Dios ….
    Para apreciarlo bien, mirémonos hacia dentro. ¿Quién no descubre en sí mismo, en este sujeto corpóreo-espiritual que somos cada uno, que su vida y acciones se dan casi siempre en tensión, atraídas por doble peso de amor?
  • Por un lado, tiran de nosotros con fuerza las inclinaciones al bienestar y al placer sensible, material, egoísta, y piden su satisfacción sin poner límites en sus demandas, cosa ésta obligada en toda actitud noble y discernidora.
  • Por otra, nuestro espíritu reclama elevar el vuelo y llevarnos con él hacia las alturas, de forma que en nuestras obras siempre miremos -como el águila- al sol, a la luz, a la virtud, a la generosidad, al amor puro, a Dios.
    Cuando nos dejamos ganar por el peso de amor carnal o interesado hacia las realidades salpicadas de desamor, infidelidad, insolidaridad, injusticia, manipulación de los demás, somos hijos del hombre terreno cuya sangre llenará más o menos nuestras venas y nuestra mente según la medida en que seamos sus víctimas.
    Cuando actuamos con los pies en el suelo, de forma encarnada y realista, pero con elevación de miras porque sabemos conducirnos como hombres nobles e hijos de Dios, pertenecemos a la nobleza de seres libres, honestos, agradecidos y virtuosos. En vez de hacer o hacernos víctimas del desamor, caminamos en la luz de Cristo resucitado, que murió por nosotros y nos convoca a la eternidad dichosa con él. Entonces somos hijos del hombre celestial.
  1. ¿Qué prototipo de vida elegimos?
    Entre dos amores, dos fuerzas en tensión, dos inclinaciones que se contraponen -total o parcialmente- es preciso elegir un camino, tomar una actitud radical. ¿Será necesario matar el cuerpo para que viva el espíritu o apagar al espíritu para que brille el cuerpo? En modo alguno. Bastará con equilibrar, armonizar ambas dimensiones del hombre, de suerte que su dignidad aparezca en el resplandor de la verdad integrada y total. Lo que no cabe estimar como loable en la conciencia cristiana es el mariposear entre las flores (del bien y del mal) chupando alternativamente su néctar, ni tampoco el renunciar a la búsqueda de superación constante.
    Recordemos lo que el profeta Isaías decía del Siervo de Dios, cuando viniera a salvarnos y crear un nuevo reino: no quebrará la caña cascada (débil, pecadora) sino que la tratará con amor, para sanarla y recuperarla. A nosotros nos debe acontecer algo parecido en la vida moral, espiritual, social… Tomaremos con amor todo lo bueno y sano del espíritu, y, además, cuidaremos de que lo deficiente en los afectos inferiores se enderece, corrija, perfeccione.
    En la elección del prototipo humano-cristiano de buen vivir no dudo que cualquier mirada medio inteligente se inclinará siempre por la imagen de Jesús de Nazaret, que es el mismo Cristo resucitado; y, con él, por la convocatoria a la vida eterna en gracia y amor. Si algún ideal humano cabe presentar en la historia de la humanidad como perfecto, ése es el de Jesús: anonadado, humillado, siervo, entregado a los demás, fiel en la palabra y en el compromiso, magnánimo en la ofrenda de sí mismo y en el perdón a quienes le traicionan o traicionamos, triunfador de la muerte y exaltado al trono de Dios para siempre.
    Aunque las constantes caídas en el pecado desdigan de nosotros, ¿no perciben siempre nuestros ojos un rayo de luz en la manifestación de ese Cristo resucitado?
  2. Obligados a llevar una imagen, alcancemos la otra.
    Dice muy bien Pablo. Por lo que somos (hombres, pobres hombres, hombres dignos) siempre llevamos la imagen del hombre terreno. No podemos ni queremos prescindir de ella. Emerge en nuestra flaqueza, en nuestras pasiones, odios, injusticia, procacidades… Pero contentarse con ella en el proceso de una vida es envilecernos. Nuestro proyecto de vida ha de consistir en ir asimilando la imagen nueva, la del hombre celestial.
    Esa imagen del hombre celestial la vamos adquiriendo mediante nuestra transformación en el hombre Cristo-Jesús, en el modelo acabado del Maestro, del Servidor, del Amigo de los hermanos, del Resucitado que vuela hacia el Padre, a su Dios y a nuestro Dios.
    ¿En qué taller podemos labrar la nueva imagen, borrando, poco a poco, la imagen caduca del hombre viejo?
    En el taller de la Casa de Nazaret;
    en el taller de la Escuela de las Bienaventuranzas;
    en el taller de la Oración en que se aspiran aromas divinos y humanos;
    en el taller de la Vida que va incrustando en nosotros -como en una mesa de fraternidad, de sacrificio, de solidaridad- marfiles de gratuidad, de agradecimiento, de gozo en la fe, de firme esperanza y de ardiente caridad.
    El Hombre del cielo y los hijos del hombre del cielo son quienes forman y cuidan del reino de Dios, que es reino de amor, de justicia y de paz.

    ORACIÓN. Danos, Señor Jesús resucitado, la gracia de vivir como hombres que, afortunados por el regalo de la vida corporal y espiritual, aspiran a dominar los impulsos torcidos de la naturaleza para que en ella resplandezca la luz de la resurrección con Cristo, hombre celestial.
    DOMINICOS. S.Gregorio. Valladolid

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