«El Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados». El Papa Francisco comienza los ritos de la Semana Santa presidiendo la Misa Crismal en la Basílica de San Pedro y pronuncia una homilía sobre las lágrimas. Empezando por aquel «lloró amargamente» del apóstol Pedro, que después de haber negado tres veces al Maestro en el patio de la casa de los sumos sacerdotes, cruza por unos instantes la mirada misericordiosa de Jesús encadenado y ante el abrazo del perdón reconoce su pecado. Francisco habla a sus hermanos sacerdotes, en la celebración dedicada especialmente a ellos. Pero sus palabras pueden extenderse y abarcarnos a todos.Ante las situaciones de la vida, ante las posiciones de quienes no creen, de quienes discuten con nosotros, pero también ante las distintas sensibilidades de nuestros hermanos en la fe, cuántas veces brotan de nuestro corazón juicios despreciativos y definitivos.

A veces juicios de burla, no tan distintos de los que resonaron al pie de la cruz. Basta con mirar primero «dentro de casa» para darnos cuenta de este riesgo. Basta mirar, aunque sea distraídamente, el mundo de las redes sociales y de los blogs que se dicen cristianos para darse cuenta del contra-testimonio evangélico que pasa por la actitud de aquellos que soplan sobre la división, sobre la oposición, sobre la ridiculización de aquellos cuya única falta es pensar diferente. Ampliando la mirada, cómo no pensar en el océano de odio que desatan y alimentan las guerras, el terrorismo y la violencia que siguen cobrándose víctimas inocentes.

Los cristianos somos seguidores de un Dios hecho Hombre que nos ha pedido que amemos incluso a nuestros enemigos. Un Dios que no necesita de nuestros prejuicios y juicios despectivos hacia los demás, sino que se manifiesta abrazándonos cuando somos capaces de llorar y de amar, cuando nos dejamos traspasar por el sufrimiento ajeno saliendo de las burbujas de la indiferencia, cuando amamos a los que están lejos y rezamos por ellos, cuando -en lugar de recriminar- derramamos lágrimas por los que están fuera de lo que creemos que es el recinto de los justos, de los salvados, de los buenos, de los que están «bien», de los que creen que ya lo saben todo y, por tanto, no esperan nada más.»Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos – dijo Francisco a los sacerdotes – al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos e interceder ante Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás.

Permitamos al Señor que realice maravillas”. En vísperas de la recurrencia del sacrificio del Gólgota, los cristianos, pecadores perdonados, aprenden de las lágrimas de Pedro a reconocerse como tales. Y abriéndose al amor gratuito e incondicional del Crucificado, aprenden a amarse los unos a los otros y a ser así testigos de la misericordia en un mundo que no perdona; testigos de la unidad en un mundo dividido; testigos de la paz en un mundo en el que parecen prevalecer la violencia y la guerra. Aprenden a ser testigos de una esperanza que no se funda en sus propias capacidades y habilidades, sino en la certeza de lo que sucedió la noche de Pascua en aquel sepulcro de Jerusalén.

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