Desde la eternidad, antes de la creación del mundo, nos eligió para que fuéramos santos
y sin mancha en su presencia, por el amor (Ef 1, 4).
Sin embargo, por instigación del demonio, Adán y Eva se rebelaron contra el plan divino:
seréis como Dios, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5), les había susurrado el príncipe
de la mentira. Y le escucharon. No quisieron deber nada al amor de Dios.

Trataron de conseguir, por sus solas fuerzas, la felicidad a la que habían sido llamados.
Pero Dios no se echó atrás. Desde la eternidad, en su Sabiduría y en su Amor infinitos,
previendo el mal uso de la libertad por parte de los hombres, había decidido hacerse uno
de nosotros mediante la Encarnación del Verbo, segunda Persona de la Trinidad.
Por eso, dirigiéndose a Satanás, que bajo figura de serpiente había tentado a Adán y a Eva,
le conminó: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo (Gn 3, 15). Es el
primer anuncio de la Redención, en el que se entrevé ya la figura de una Mujer,
descendiente de Eva, que será la Madre del Redentor y, con Él y bajo Él, aplastará la
cabeza de la infernal serpiente.

Una luz de esperanza se enciende ante el género humano desde el instante mismo en que
pecamos. Comenzaban así a cumplirse las palabras inspiradas -escritas muchos siglos
antes de que la Virgen viniera al mundo- que la liturgia pone en labios de María de
Nazaret.
El Señor me tuvo al principio de sus caminos, antes de que hiciera cosa alguna… Desde la
eternidad fui formada, desde el comienzo, antes que la tierra. Cuando no existían los
océanos fui dada a luz, cuando no había fuentes repletas de agua. Antes que se asentaran
los montes, antes que las colinas fui dada a luz. Aún no había hecho la tierra ni los
campos, ni el polvo primero del mundo (Prv 8, 22-26).

La Redención del mundo estaba en marcha ya desde el primer momento. Luego, poco a
poco, inspirados por el Espíritu Santo, los profetas fueron desvelando los rasgos de esa
hija de Adán a la que Dios-en previsión de los méritos de Cristo, Redentor universal del
género humano- preservaría del pecado original y de todos los pecados personales, y
llenaría de gracia, para hacer de Ella la digna Madre del Verbo encarnado.
Ella es la virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Enmanuel (Is 7, 14);
está significada en Judit, la heroína del pueblo hebreo que alcanzó victoria contra un
enemigo imponente, hasta el punto de que, a Ella, más que a nadie, se dirigen aquellas
alabanzas: Tú eres la exaltación de Jerusalén, la gran gloria de Israel, el gran honor de
nuestra gente… Bendita seas tú de parte del Señor todopoderoso por siempre jamás (Jdt
15, 9-10).

Extasiados ante la belleza de María, los cristianos le han dirigido siempre toda clase de
alabanzas, que la Iglesia recoge en la liturgia: huerto cerrado, lirio entre espinas, fuente
sellada, puerta del cielo, torre victoriosa contra el dragón infernal, paraíso de delicias
plantado por Dios, estrella amiga de los náufragos, Madre purísima… “Paraíso de delicias,
estrella amiga, Madre…… ”

«El inefable Dios eligió y señaló desde el principio, antes de los tiempos, una Madre para
que su unigénito Hijo se encarnara y naciese de Ella en la dichosa plenitud de los tiempos.
Y en tanto grado la amó, por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació
con singular benevolencia. Por esto la colmó de la abundancia de todos los dones
celestiales, tomados del tesoro de su divinidad, muy por encima de todos los ángeles y los
santos. Y así Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado, toda hermosa
y perfecta, posee una tal plenitud de inocencia y de santidad, que no es posible concebir
una mayor después de Dios, y nadie puede imaginar fuera de Dios».
«Era ciertamente convenientísimo que una Madre tan venerable brillase siempre
adornada con los resplandores de la más perfecta santidad, y que, inmune de la mancha
del pecado original, alcanzase un triunfo total sobre la antigua serpiente.

En efecto, Dios Padre había dispuesto entregarle a su Hijo unigénito-engendrado de su
corazón, igual a Sí mismo y a quien ama como a Sí mismo-, de tal modo que Él fuese, por
naturaleza, el mismo Hijo único común de Dios Padre y de la Virgen; ya que el mismo Hijo
había determinado hacerla sustancialmente Madre suya, y el Espíritu Santo había querido
y hecho que fuese concebido y naciese Aquel de quien Él mismo procede».
«Al considerar los Padres y escritores eclesiásticos que la Santísima Virgen fue llamada
llena de gracia por el ángel Gabriel -por mandato y en nombre del mismo Dios-, cuando le
anunció la altísima dignidad de Madre de Dios (Lc 1, 28), enseñaron que, con este saludo
tan solemne y singular, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era la sede de
todas las gracias divinas, y que estaba adornada de todos los carismas del Espíritu Santo».
«De ahí se deriva su sentir, no menos claro que unánime, según el cual la gloriosísima
Virgen, en quien hizo cosas grandes el Todopoderoso (Lc 1, 49), brilló con tal abundancia
de dones celestiales, con tan plenitud de gracia y con tal inocencia, que resultó como un
inefable milagro de Dios; más aún, como el milagro cumbre de todos los milagros y digna
Madre de Dios; y allegándose a Dios mismo lo más cerca posible, según se lo permitía la
condición de criatura, fue superior a toda alabanza, tanto de hombres como de ángeles».
«Por lo cual, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y ornato de la Virgen
Madre de Dios, para exaltación de la fe católica e incremento de la religión cristiana, con
la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y
con la nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que ha sido revelada por Dios y, de
consiguiente, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que
sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa
original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano».

Fuente: Opusdei.

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