Nació Gonzalo en Atanagilde, Portugal, y era hijo de padres nobles. La leyenda cuenta que apenas nacer y ser bautizado, su primera mirada la fijó en un crucifijo y abrió los brazos en cruz, señalando con ello cuál sería su predilección toda su vida. Y además, siempre que le llevaban a la iglesia, echaba a llorar a la salida si antes no le dejaban largo rato delante del Cristo de un retablo. Y no se le quitó aquello hasta que descubrió una imagen de la Santísima Virgen a la que miraba y abrazaba tiernamente. Y esto con menos de un año de edad. Sus padres le pusieron al cuidado de un presbítero virtuoso, que le educó en la virtud y la ciencia. Era un niño inteligente, disciplinado y muy piadoso. Jesús crucificado y la Santísima Virgen eran sus amores y siempre que podía se iba a la iglesia a rezar el rosario a la Madre de Dios.
Cuando aprendió todo lo que pudo aprender con el sacerdote, entró a servir al arzobispo de Braga, que fue quien le ordenó presbítero, nombrándole cura de san Pelayo, donde comenzó una intensa vida apostólica, de reparación de costumbres y devoción del pueblo. Años gastó en la predicación y la caridad hasta que una inspiración del cielo le animó a peregrinar a Roma y Tierra Santa, dejando a su sobrino y vicario parroquial a cargo de la iglesia. En los Santos Lugares estuvo catorce años, venerando las santas reliquias y haciendo largas estancias en los monasterios. Al cabo regresó y encontró que su sobrino tenía la iglesia descuidada, las rentas y beneficios malversados y la piedad decaída casi totalmente. Además, había falsificado cartas en las que se certificaba la muerte de Gonzalo en Tierra Santa, así como un falso testamento en la que el santo pedía al obispo le dejase a su sobrino ser cura titular de la parroquia, y de hecho lo era. Gonzalo le reprendió, pero el mal sobrino y peor cura le respondió con insultos, golpes y echándole lo perros para que se fuera de la parroquia.
Entonces Gonzalo se retiró al desierto de Amarante para dedicarse a la oración y la penitencia. Allí le visitaron algunos prelados y los reyes de Galicia y León, buscando consejo, motivado por la fama de santidad del ermitaño. Varios años vivió allí, hasta que una Noche de Pascua la Santísima Virgen le avisó que debía vestir el hábito de aquella Orden que comenzaba y terminaba los oficios con el Avemaría. Comenzó Gonzalo a visitar los monasterios de la región, pero en todos comenzaban con el conocido “Domine, labia mea aperies”. Así, aún cansado de caminar, entró en Guimaraens y pidió sitio en el hospital, regentado por unos frailes de reciente fundación. Les vio pobres, pocos, silenciosos, penitentes y con gran celo apostólico, y lamentó no poder quedarse con ellos, pues tenía el mandato de la Madre de Dios. A la hora de maitines sintió un impulso sobrenatural de acompañar a los religiosos en el rezo y al oír las palabras “Ave María”, con que los dominicos, que lo eran, comenzaron el oficio, se llenó de alegría. Oró fervorosamente y al final, al oír de nuevo la salutación angélica, supo que estaba donde tenía que estar, y pidió el hábito. El prior, San Pedro González Telmo (14 de abril) lo admitió en la orden. Aunque no constan las fechas hubo de ser antes de 1246, año de la muerte de San Telmo. Profesó y los superiores, viendo sus grandes virtudes y conocimientos, le mandaron de regreso a Amarante, para que predicara la Palabra de Dios por los pueblos cercanos. Muchos acudían a oírle, y durante sus sermones ocurrían sonadas conversiones y algunos portentos.
Y tantos llegaron a ser, que se hizo necesario edificar un puente sobre el río Tamaga, que ofrecía peligros para los que de la otra orilla querían escuchar las palabras del santo religioso. Y milagros obró para hacerlo, el primero, que un ángel le señalase el sitio exacto donde debía construirse, el segundo lograr el consenso de todos para hacerlo, siendo él un pobre religioso. Arrancó indulgencias de los prelados para los que trabajasen en la obra, y logró rentas para los materiales. En una ocasión se quedaron sin vino los trabajadores, y el santo tocando una peña, hizo que esta manara un delicioso vino, pero para no dar ocasión de pecado, cerró el manantial con una piedrecita que solo él podía quitar, sin que hubiera mano por fuerte que fuese, que la moviera. Tres veces al día la quitaba, saciaba la sed de los hombres, y la volvía a cerrar. De otra piedra hizo surtir agua, esta perennemente, y aún hoy los peregrinos beben de ella. En otra ocasión ni cuatro bueyes lograban mover una piedra enorme que era necesario quitar, y con solo tocarla el santo, la piedra se soltó y rodó “mansamente” hasta donde no estorbaba.
A un noble pidió limosna y este, para burlarse de él, le extendió un papel en el que ponía “dar a este fraile tantas monedas como pese este papel”, mandándole a su propia casa. Gonzalo lo leyó y le bastó con que cumplieran lo que pedía en la nota. Fue a casa del rico y por más plata que ponían en la balanza, el papelillo no cedía en su peso. Se arrepintieron que querer burlarse de él, a lo que el santo les reprendió y tomó solo la limosna que consideró justa. A una señora pidió unos bueyes prestados, y esta le dijo que si quería fuera al monte a por alguno de los toros que allá había salvajes. Se acercó el santo a la manada, y llamó a los dos toros más fieros, y los unció a la yunta como si de dos mansas palomitas fueran, y para testimonio, dejó las huellas de la carreta marcadas en la roca, que se hendió como mantequilla. Un día la corriente arrastró un gran tronco de árbol que amenazaba las obras, y nadie podía detenerlo. El santo tomó una varita de madera y lo tocó, y el tronco se acercó a la orilla como si una barca fuera. Y así otros milagros. Pero el portento que más se conoce y ha configurado su iconografía ocurrió un día de abstinencia de la Iglesia, en el que, prescindiendo los trabajadores de la carne salada, solo tenían pan para comer. Entristecido el santo por ello se fue a la orilla del río con cestos y solo con trazar la señal de la cruz, una avalancha de peces saltó del agua hacia los cestos. Tomó los necesarios y a los demás les ordenó volvieran al agua. Y no solo una vez realizó este portento.
Terminado el puente en 1249, el santo volvió a sus tareas de predicación entre los pobladores de las comarcas. En un pueblo halló a gente tan dada a los vicios y a la blasfemia, que habían sido excomulgados formalmente, sin que les importara para nada aquella situación. Se veían tan cual como antes, y que aquello no les causaba daño ni por asomo. Para enseñarles lo que les esperaba por impíos, Gonzalo hizo traer un cesto de pan y les dijo: «Quiero que veáis por vuestros ojos en este pan alguna sombra de los males que causa en cualquier alma una sentencia de excomunión cuando hay hombre tan desventurado que incurre en ella». Y se dirigió al pan diciendo: «Yo, Fray Gonzalo, de parte de Dios y la Santa Madre Iglesia Católica, excomulgo y tengo por excomulgado a este pan». Y los panes se volvieron negros como tizones. Con esto, se enmendaron los pecadores aquellos.
Luego de una vida dedicada al apostolado entre los más pobres, la Santísima Virgen le consoló diciéndole que pronto iría al cielo. Se retiró a su ermita, donde redobló su oración y penitencias. Allí le atacaron unas fiebres a finales del año 1258, de las que no se recuperó, y murió el 10 de enero de 1259. Durante sus funerales ocurrieron varios prodigios, y la devoción del pueblo era tanta, que los dominicos no se atrevieron a llevase el cuerpo para enterrarlo en el convento, sino que le sepultaron en la misma ermita, convirtiéndola de inmediato en un santuario. En 1540 el rey Juan III de Portugal permitiría la erección de un convento de frailes predicadores allí. Los milagros, las indulgencias y beneficios llovían, y el mismo rey pidió a Roma la canonización del santo taumaturgo. En el siglo XVI una polémica surgió en torno a si el santo había sido dominico o no. Como había sido párroco de San Pelayo, vecina de la de San Verísimo, los canónigos de esta promovieron que el santo no había sido dominico, y le representaban con sotana y birrete clerical, pero los de Amarante no consintieron aquella “afrenta” y la cambiaron por una de piedra, con su hábito dominico. Y a tal punto llegó la cosa, que se elevó a Roma la disputa, pero la Iglesia confirmó la tradición, y el 11 de abril de 1615 dio la razón a la Orden Dominica y a los de Amarante: San Gonzalo había muerto como dominico.
Julio III y Pio IV confirmaron su culto y la autorizaron para el reino de Portugal, y Clemente X en 1671 la extendió a todo la Orden dominica con oficio litúrgico propio. Su devoción está bastante extendida por Portugal, Galicia, León, Brasil y otros sitios de América. Es abogado de pescadores, albañiles, canteros. Se le invoca contra la sequía, los dolores de reuma y rodillas y de cabeza. Además, es abogado para encontrar lo perdido. En algunos sitios de América al perder algo se reza «San Gonzalo de Amarante que estás a la orilla del río, encuentrame lo perdido y yo te bailaré un instante», con lo que hay que hacer unos pasos de baile si aparece lo que se perdió.