22 Llegan a Betsaida. Le presentan un ciego y le suplican que le toque. 

23 Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del pueblo, y habiéndole puesto saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntaba: «¿Ves algo?» 

24 El, alzando la vista, dijo: «Veo a los hombres, pues los veo como árboles, pero que andan.» 

25 Después, le volvió a poner las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente y quedó curado, de suerte que veía de lejos claramente todas las cosas. 

26 Y le envió a su casa, diciéndole: «Ni siquiera entres en el pueblo.» (Mc. 8, 22-26)

“Si decimos que no hemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros, le hacemos a Dios mentiroso y su Palabra no está en nosotros” (I Juan 1,8-9). Es importante que, ante Dios, confesemos nuestros pecados, nuestras cegueras. Porque lo que nos hace estar ciegos, son nuestros pecados.

He aquí, en este Evangelio, a un ciego que no parece lo fue de nacimiento pues cuando Jesús lo cura, en el primer momento, dice: “veohombres, pero que parecen árboles que andan”. Mas ahora, ante Jesús, es llevado por sus compañeros para que le imponga las manos. ¡Estos son los que tienen fe en el poder de Jesús para que obre el milagro!. Pero el ciego, ¿tiene la fe de ellos? No dice nada este Evangelio, mas es probable que su ceguera le impidiera ver a Jesús como su Médico y Sanador.

Así, lo saca primero de la aldea y, de la mano, lo lleva a donde no hay gente extraña a la realización de un milagro sobre su vista. Quiere tenerle cara a cara y que sienta a lo vivo la mano de Jesús que se la pasasobre sus ojos. Dios, frente a frente con nuestra ceguera, sin nada que le distraiga de este encuentro. ¡La misericordia ante la miseria humana!

Sólo Dios, con su poder en Jesús, puede curar todas nuestras oscuridades, con el perdón de nuestros pecados. La gracia es un regalo que Jesús nos ha traído desde el cielo, porque allí sólo habitan la santidad y la gracia y Él es nuestro Redentor y Salvador, nuestro Médico que se ha puesto en lugar del enfermo para asumir en su Cuerpo todos nuestros males.

Y, Jesús, una vez curado el ciego, sólo le manda una cosa: “vete a casa y no entres en la aldea”. Es como si le insinuara: “no salgas de tu casa, del conocimiento de ti mismo, allí donde sólo el Espíritu Santo ilumina nuestras tinieblas interiores”. Conocerse y reconocerse es la vía expedita para que la gracia nos trabaje y llegue a iluminar los recodos más escondidos de nuestro corazón: desde allí, se va tejiendo nuestra santidad, pues nada manchado u oscuro puede habitar con la presencia de Dios en el alma.

Y “no volver a entrar en la aldea” es huir de aquello que nos tiene aturdidos con tantas distracciones y los entretenimientos de la vida, ¡que son muchos!…

¡Jesús, haznos lúcidos para conocernos y amarnos, así como Dios nos conoce y nos ama! ¡Qué no vaguemos con nuestro pensamiento en vidas y actuaciones ajenas, donde es tan fácil erigirnos en jueces de nuestros hermanos, sino que nos mantengamos dentro de la casa de nuestro propio conocimiento, allí donde habita todo lo bueno y también lo menos bueno!. La Luz de este encuentro real con Dios es donde quiere hacer su morada: “al que me ama, lo amará mi Padre y lo amaré Yo y vendremos a él y haremos morada en él”.

Esta es una promesa muy real, porque es Palabra de Dios ¡Y Ella Permanece para siempre! ¡Sólo nos queda entrar en esta atmósfera divina tan luminosa y liberadora, pues el resto lo hace Dios! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!

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