15 Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo;
16 respondió Juan a todos, diciendo: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
21 Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo,
22 y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado.»
Jesús, siempre es conducido por el Espíritu, ¡es su Espíritu Santo! Sale de Nazaret y el Espíritu le empuja al desierto donde permanece cuarenta días. Después, le lleva al Jordán donde Juan el Bautista está bautizando y, se deja bautizar por él. Y mientras, oraba, el Espíritu descendió sobre ÉI en forma de paloma y le manifiesta el Padre, como Dios que es, en toda su divinidad: “Tú eres mi Hijo, el Amado, en Ti me complazco”. E, investido con la fuerza del Espíritu, comienza a predicar en las sinagogas judías y, en todos los poblados.
¡Qué buena enseñanza de Jesús, para nuestras vidas!. Y diremos: “¡Es que Jesús, es el Hijo de Dios!” . Y, nosotros, ¿es que no somos hijos en el Hijo?. En esta docilidad al Espíritu Santo, en la vida de Jesús, también nosotros podemos imitarle: “dejaos conducir por el Espíritu Santo de Dios y no os dejéis arrastrar por los deseos de la carne (Gal. 5,16). El Espíritu Santo, siempre está a nuestro lado insinuándonos las obras de amor que nos santifican y hacen agradables al Padre. Y las obras de amor, ya sabemos cuáles son, así como las que nos insinúa el espíritu del Maligno. Las primeras, llevan el sello divino de la paz y las segundas la impronta de la turbación, la división y la soberbia.
Jesús, ante Juan el Bautista, ¡el mayor, arrodillado ante el menor! ¡No lo entendemos!. Pero Jesús, nos da la razón: “déjame hacer ahora pues conviene que cumplamos todas justicia”. El Padre, así lo ha determinado porque Jesús, es el Siervo de Yahvé, el que se inclina sobre nosotros hasta el punto de lavarnos los pies. Y sobre todo, nos lava el alma de todo pecado para que podamos entrar en la atmósfera de la Trinidad, puros y limpios y, el Espíritu, pueda entonces hacer su obra de amor sobre nosotros. El bautismo de Jesús, es para nosotros una lección de humildad, la que inaugura, declarándose el Hijo Amado en quien el Padre se deleita, ensalzado por el Padre porque, “el que se humilla, será ensalzado y el que se ensalza, será humillado”.
En el día de nuestro bautismo, éste fue el primer don que nos concedió el Espíritu Santo: “ser sepultados con Cristo en la muerte para, por su gracia, resucitar a una vida nueva”. Este camino de muerte a Vida, lo vivió Jesús realmente en su carne y nos mereció el poder nosotros vivirlo juntamente con Él, al ser sumergidos en el agua y con la invocación de las Tres Divinas Personas. Son éstos, Misterios sacramentales que superan la percepción de nuestro sentidos pero que, la Palabra de Dios, así nos los ha regalado, por su gracia. Y, “si somos hijos, somos también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, supuesto que, padezcamos con Él, para ser con Él glorificados (Rom. 8,17).
¡Seamos hijos agradecidos y rendidos a su amor! No otra cosa quiere Dios de nosotros porque desea que reinemos con Cristo, para siempre, en el cielo! ¡Señor, ya que nos has dado lo más con nuestra bautismo, sostennos con tu Espíritu Santo en el día a día, para no apartarnos nunca de tu amor! ¡Que así sea! ¡Amén! ¡Amen!