El ángel Gabriel entra a la casa de María. Es una entrada que posee muy poco de físico y material. No es tan fácil entrar a la casa, de donde desaparece la intimidad de la vida. Más bien, es el regreso de Dios en su interioridad, en su alma, en el lugar más escondido y profundo de su ser. El ángel se encuentra del corazón de esta mujer llamada María, porque es el portador de una propuesta impresionante para la historia de la humanidad. No por casualidad, ¡Dios envía a Gabriel, cuyo nombre significa “fuerza de Dios”! Y, de hecho, es en razón de la fuerza que delante de la Palabra que ocurre el encuentro, que el ángel entre en contacto interior y profundo con esta joven de Nazaret, a la que no dona palabras, hasta Palabra, el Verbo Eterno de Dios.
María, ante el irrumpir del Señor, queda desconcierta, sin palabras. En su sencillez e inocencia de chica ingenua del pueblo, no hace críticas sobre esa aparición improvisa y asombrosa, no se interroga sobre la identidad de su visitante misterioso, sobre su credibilidad o la posibilidad de ser la víctima de algún embeleco, como cualquier persona. La tentación de hacer. Si se limita a contemplar el misterio inexpresable que encuentra y la envuelve.
El ángel posa su mirada en ella, y la invita a alegrarse. Primero que dona la Palabra de Dios a quien la escucha es una alegría plena y auténtica. Muchas veces, cuando nos ponemos ante el evangelio, nuestra primera reacción es la indolencia, como mucho centramos la atención en nosotros, nos dejamos involucrar y distraer por nuestras preocupaciones. Somos incapaces de guardar silencio, vaciarnos de nosotros mismos, poniéndonos desnudos e inermes ante el Padre, para dejarnos llenar de él. Debemos tener el valor de abrir nuestro corazón. Sólo de esta manera podremos experimentar la alegría que nace del encuentro con Jesucristo.
La tentación de pensar en esa alegría puede derivarse de las nuevas conquistas, de los resultados que siguen, en la razón de nuestra maestría es recurrente. ¡No es así! No estamos en la alegría porque nuestras cuentas están en orden, sino porque el Señor nos visita, lugares en mirada sobre nosotros, y nos ofrece su Palabra. Es un Dios vecino, que se asusta por las distancias y los obstáculos que interponemos. Si se coloca en camino y viene a buscarnos para llenarnos de sí mismo. Por nuestra parte, es indispensable reconocernos pequeños y pobres, necesitados de su misericordia. La alegría que LA ANUNCIACIÓN Dios nos dona no es efímera, de un momento, fugaz e inconsistente, hasta que es una felicidad generada por su gracia. No solo no tendrá fin, sino que, si la dejamos obrar, hará germinar en nuestra historia impregnada de pecado y fragilidad.
Y el testimonio de que Luisa da de la Anunciación en el libro de “La Virgen María en el Reino de la Divina Voluntad”, confirma, subraya la grandeza y la singularidad del don recibido por Dios. Su corazón estaba lleno, y tenía la necesidad de desahogar su amor ardiente con Luisa.
Las alegrías de María al saber que iba a ser la Madre del Salvador, eran infinitas, yeguas de felicidad la inundaban. María puede decir “Soy la Madre de Jesús; su criatura, su sierva es la Madre de Jesús, y si debo solo al ‘Fiat’, que me hizo plena de Gracia, preparó la digna morada para mi Creador “. Tan pronto como se formó con el poder del ‘Fiat Divino’ la pequeña Humanidad de Jesús en el seno de María, el Sol del Verbo Eterno se encarnó. María tenía su cielo, formado por el ‘Fiat’, todo cubierto de estrellas resplandecientes que centelleaban alegrías, bienaventuranzas, armonías de bellezas divinas, y el Sol del Verbo Eterno, resplandeciente de luz inaccesible, vino a ocupar su lugar dentro de este cielo, escondido en su pequeña Humanidad, pero no puede ser contenido por Ella, el centro del Sol estaba en Ella, pero su luz desbordaba afuera, y atropellando el cielo y la tierra, llega a cada corazón, y con su golpe de luz golpeaba a criatura, y con las voces de luz penetrante les mencionadas: “Hijos míos, ábranme, denme un lugar en su corazón. Bajé del cielo en el suelo para formar en cada uno de usted vida mejor; Mi madre está en el centro donde reside, y para mí mis hijos serán la circunferencia, donde quiero formar tantas vidas mías, por cuantos hijos hay” .
El ángel Gabriel le dirige a María un saludo espléndido, una auténtica bendición. La presencia del Señor perjudica la trama de su existencia, y ella vive en la comunidad con él cada minuto de sus días. Podemos entender la densidad de este saludo si comparamos con nuestros saludos, nuestras palabras que intercambian con los que encontramos. Nuestros discursos no están marcados por la alegría y la bendición, hasta el lamento por lo que está mal. Advertimos nuestra ambivalencia, nuestra debilidad como a culpa.
Tenemos una mirada pesimista, cerrada hacia la vida, que nos bloquea y desanima. Estamos tan empantanados en nuestra infidelidad recurrente, que ni siquiera somos capaces de descubrir y reconocer como gérmenes de amor del corazón de Dios, elegidos por él, para ser los receptores de su ternura y su benignidad que nos transforma y conforma a si mismo a través de la fuerza del Espíritu.
Miramos la humildad de María, que, en cambio, se abre a la acogida, y le permite a Gabriel, la fuerza de Dios que llega, de hablar y revelar el sentido y la razón de esa irrupción.