39 Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
40 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.»
41 Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.»
42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio.
43 Le despidió al instante prohibiéndole severamente:
44 « Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio. »
45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes. (Lc. 1, 39-45)

“La lentitud en el servicio, es ajena a la gracia del Espíritu Santo”, dice un Santo Padre. María, llena de gracia y con Jesús en sus entrañas “se levantó y fue aprisa” a donde la gracia misma la empujaba: “a un pueblo de Judá” a asistir a una anciana prima suya que, precisaba ayuda porque estaba de seis meses gestando un hijo. El ángel se lo dijo a María en el mensaje de la Anunciación. Lucas, goza también resaltando que cuando el Ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús: “fueron con presteza, corriendo a Belén y encontraron a María a José y al Niño”.
María, saluda a Isabel y ella recibe de Jesús, el Santificador, el Espíritu Santo que, la llena de su gracia y comienza a profetizar. Reconoce, como por una luz altísima, que María lleva en su seno al Mesías, a Dios mismo y le llama, sin equívocos y firmemente: “la Madre de mi Señor”. Isabel, es santificada por Dios mismo porque el hijo de sus entrañas también lo es y, “salta de alegría en su vientre” alabando a Dios, prematuramente, antes siquiera de hacer nacido, ni haberse manifestado a Israel como el Precursor de Jesús.
Estos Misterios de Dios, son tan grandes que, sólo podemos acercarnos a ellos con espíritu de adoración y alabanza. Contemplarlos en oración, es la mejor actitud para que el Señor, en su misericordia, nos infunda su Espíritu Santo y veamos qué cosas maravillosas hace con aquellos que se entregan a la fe y se dejan llevar de los planes de Dios, para lo que ÉI quiera en sus designios de Salvación de todos los hombres.
Así, al final de sus palabras, Isabel, alaba la fe de María que, ha creído cosas imposibles a nuestra pobre naturaleza. Pero, ¿no fue Isabel testigo del milagro de un hijo en su vejez y esterilidad?. Ella supo en su carne que “para Dios nada es imposible”. Aquí, nos movemos en el terreno no de los razonable sino de lo maravilloso y divino porque es Dios con su Espíritu Santo el agente principal de todo lo que ha sucedido “en este pueblo de Judá”.
¡Señor, al lado de María, “la llena de gracia”, instrúyeme en tus sendas y hazme firme en la fe porque tienes también para mí designios salvadores! ¡Por la infinita fecundidad de tu Espíritu Santo, quieres así mismo, hacer de mí una llama que haga arder el corazón de otros hermanos nuestros que desean y, a veces sin ser muy conscientes, transmitir a otros lo que ellos han recibido de Dios!. El fruto del Espíritu Santo, es siempre muy activo en su crecimiento y en la riqueza de sus dones: es inagotable y lo podemos experimentar en nosotros mismos pues, cuanto más entregamos el amor de Dios a los hermanos, más amor se nos da desde el Cielo, para que este servicio, ¡el mejor!, llegue hasta Él, de donde ÉI mismo ha descendido.
¡Tu Palabra, oh Jesús, es inagotable y rica en pureza y santidad! ¡Haznos a nosotros servidores amantes y fieles de la misma! ¡Qué así sea! ¡Gracias Señor! ¡Amén! ¡Amén!

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