10 La gente le preguntaba: «Pues ¿qué debemos hacer?»
11 Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo.»
12 Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?»
13 El les dijo: «No exijáis más de lo que os está fijado.»
14 Preguntáronle también unos soldados: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?» Él les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada.»
15 Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo;
16 respondió Juan a todos, diciendo: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
17 En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga.»
18 Y, con otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Nueva. (Lc. 3, 10-18)

En este momento de la historia de Israel, el pueblo estaba en expectación por la llegada del Mesías prometido. Parece como que Dios hubiera preparado los ánimos y no sólo con un Precursor del mismo sino con el Enviado por Dios: Jesús. Es verdad que ÉI todavía no se había revelado a su pueblo, pero tenía unos 30 años y era la Luz que va a alumbrar a todas las naciones. Por esto, su persona irradiaba luz aunque estuviera oculta entre sus gentes. Así, los ánimos de todos, estaban en espera y haciendo como cabida en su corazón al que tenía que llegar.
Y, cuándo apareció Juan el Bautista bautizando en el Jordán y predicando un bautismo de penitencia, todos se cuestionaban si no sería ya llegado el Mesías. Pero Juan Bautista era un hombre amigo de la verdad y no admitía en su persona un solo equívoco: “yo no soy el que esperáis, yo tan sólo soy “la voz que clama en el desierto” para que os convirtáis y sigáis los Mandamientos de Dios con fidelidad”. Y, les anunciaba que “el más fuerte ya está entre vosotros y, cuando se manifieste, no bautizará sólo con agua sino con Espíritu Santo y fuego. Él también separará lo precioso de lo vil en la vida de cada hombre, porque será como un Fuego de Amor que transforma en su mismo Amor, todo aquello que toca.
Juan, a cada uno según su estado, les indicaba cómo habían de purificarse para acoger al que trae Fuego, al que diviniza. No se trata de cambiar de oficio sino de buscar la santidad de Dios en nuestras vidas. Y la santidad es ponernos en todo según su voluntad, porque quiere que sigamos sus Mandamientos.
Pero con Jesús, la predicación del Bautista, cambia bastante. Jesús nos trae el Espíritu de Dios que es el Amor del Padre y Éste, lo primero que hace es purificar nuestra alma, porque desea tomar posesión de ella. La alegría de Juan ante la obra de Jesús es incontenible: “¡Porque esta alegría mía está cumplida!”. Tantos años en el desierto con una oración llena de esperanza daba ahora sus mejores frutos. Podría haber dicho lo mismo que Simeón: “ahora Señor según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Sí, ha acabado su predicación, pero ahora le toca seguir a este Mesías que tanto amaba hasta imitarle en la muerte con el derramamiento de su sangre: “el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío”. Por esto, fue el Bautista el primer discípulo de Jesús y el más acabado. Y es que Juan ya fue lleno del Espíritu Santo en el seno de su madre y siempre fue fiel a sus menores insinuaciones.
¡Oh Jesús, tú quieres y puedes darnos tu Espíritu Santo para que te preparemos en nuestro corazón “un discípulo bien dispuesto”! ¡Esto es lo que esperas de nosotros a las puertas de esta próxima Navidad, porque naces para mí y, si tu gracia me llena, podré hacerte en mi alma una digna morada! ¡Qué así se haga, Señor mío! ¡Amen!

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