28 « Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.
29 Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.
30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mt. 11, 28-30)
Muchas veces en nuestra vida estamos cansados y agobiados. Parece que este peso que es vivir, quiere quitarnos la alegría por tantas cosas buenas como Dios nos ha regalado con tanto amor y generosidad. Siendo el Señor de todo, se ha preocupado de cada una de sus criaturas. Pero esto que tendría que desbordarnos de acción de gracias y gozo, a veces “las preocupaciones de la vida” quiere como nublarlo con un deje de tristeza.
Jesús al hacerse hombre asumió también todo esto. No pensamos ahora en sus angustias en Getsemaní, sino en el vivir diario con sus apóstoles y mezclado con las gentes de su pueblo judío. Nos cuentan los Evangelios que una vez lloró al contemplar a Jerusalén y verla, en un futuro no lejano, destruida porque “no había conocido el Día de su Venida” y la acogida de la Buena Nueva que traía Jesús desde el cielo, de junto a Dios- Padre: “¡Oh, si al menos tú supieras lo que conduce a la paz!”. Y es que “Jesús erá como uno de tantos”.
Y, ¿por qué Jesús se ofrece a aliviarnos y a que “carguemos con su yugo que es llevadero y con su carga que es ligera”?. Porque Él, el primero, lo experimentó en su carne. Y en su unión con el Padre, supo lo que era ser consolado por ÉI: “ “¡Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu!”. ¡Y, qué manos tan poderosas y amorosas recibían toda la humanidad de su Hijo Querido! ¡Dios-Padre tiene siempre sus manos abiertas para recoger y proteger a cada uno de sus hijos y más a los que claman a sus manos para ser sacados de dificultades y sufrimientos!.
Con Jesús hagamos la experiencia de gritar al Padre en cada recodo del camino de nuestra vida. Si al Nombre de Padre no parece hacernos caso, clamemos a ÉI como “Papá, mi Papá”, que sabe todo de mí y lo que más necesito… Y si a este grito continuo y acompasado, vemos que Dios está, pero parece no oírme, clamemos con lágrimas, si es preciso, y llamémosle con el nombre más tierno y cercano que un niño puede decir a su padre: “¡Papaíto mío, ten piedad de mí!”. Y sin tardanza, acudirá a consolarnos y a tomarnos en su regazo por la perseverancia en nuestra oración y nuestro amor constante. ¡Oh, si supiéramos la fuerza que tiene nuestra oración hecha desde lo profundo y tan abandonada en Dios!. Dice San Agustín que, “Dios quiere que trabajemos más con nuestra oración que con nuestras propias fuerzas”. Esto comporta una gran fe y confianza en Dios.
Pero, también, es muy importante, porque Jesús así nos lo enseñó: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. La humildad y la mansedumbre de Jesús ha de ir por delante ante nuestras súplicas: pensar de si bajamente porque Dios es el Único Alto y habita en los Cielos. Y mantener fuera de nosotros la ira como reacción a nuestras desgracias. Es lo de Job: “si recibimos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?”.
¡Todo glorifica al Señor de nuestra vida si tenemos ojos limpios! ¡Concédenos, Señor, lo que tú sabes que necesitamos para ser santos! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!
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