33 Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?»
34 Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?»
35 Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?»
36 Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.»
37 Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?» Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.» (Jn. 18, 33-37)

Hoy celebramos la fiesta de Cristo Rey. Es el último domingo del tiempo Ordinario, antes de comenzar el tiempo de Adviento.
No son los hombres los que han reconocido a Jesús como Rey del Universo, sino Él mismo cuando dialogó al final de su vida con Poncio Pilato, el Procurador romano, un pagano que entendía poco o nada del Dios- Yahvé, el Dios de los judíos y de su realeza. Jesús, en el hilo de su interrogatorio, al ver que no había en Poncio Pilato animadversión sobre ÉI, sino mucha ignorancia, se presta a un diálogo sincero: “tú lo has dicho, soy rey”, pero no de las cosas de este mundo, sino rey de los corazones que buscan la Verdad y se entregan a ella como forma de vida.
Mas, cuando Jesús le toca el corazón para que se adhiera a la verdad en su ser y obrar, se vuelve un necio que sólo piensa en sus honores y prestancia en este mundo. De forma que, el diálogo sobre la realeza de Jesús, cae en punto muerto.
Así también nosotros cuando el Señor nos pregunta: “¿Y ¿quién soy yo para ti? ¿soy el Rey de tu vida y de tu corazón?. Y, muchas veces, quedamos como mudos porque Jesús nos pide una confesión a corazón abierto: “¡No hay otro Rey en el cielo y en la tierra y por tanto en mí ser!”. Dios, que nos ha dado todo en su Hijo Jesús, nos lo pide todo y sobre todo el rehuir esos diálogos escépticos que, a veces, se dan en nuestro mundo. Y, Jesús, nos pide una confesión total sobre su divinidad y dominio de todo, de nuestra voluntad y deseo de felicidad.


“¡Señor mío y Dios mío!” que confesó Tomás; o la confesión de Marta: “ ¡Si, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios Vivo, que ha venido a este mundo!”; o Pedro, obligado por Jesús a definirse: “¡Señor, ¿a quién vamos a acudir?, Tú tienes Palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios!”. Estas confesiones de fe están en los Evangelios, son de discípulos que han visto las maravillas y milagros obrados por sus manos y han escuchado sus Palabras de vida y amor. Y nosotros, ¿es que no bebemos a diario su Palabra y nos dejamos transformar por ella?. Pero, a nivel personal, ¡cuántas gracias recibidas a lo largo de mi vida, cuántas confesiones de Jesús en nuestro corazón, diciéndonos que nos ama! ¡Cuántas peticiones en nuestro ser tan menesteroso para que cubra nuestras dolencias del cuerpo y sobre todo del alma! ¡Esas heridas que sólo sabe Jesús y yo, y que las acaricia y sana porque también son suyas!…
¡Jesús, haz fuerte nuestra fe en estas muestras de amor y gracia que no te cansas en derramar a lo largo de mi vida! ¡Que mi amor sea audaz y ahuyente todo respeto humano y diga y confiese, a boca llena: ¡Jesús, tú eres mi Dios y mi Salvador y el Rey de toda mi vida ahora y, con la fuerza de tu gracia, hasta la eternidad! ¡Qué así sea! ¡Amen! ¡Amén!

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