23 de Octubre
Hay personajes que buscan la verdad toda su vida, pero hay otros que incluso están dispuestos a morir, como mártires, por la única Verdad. Pertenece a esta segunda categoría Manlio Torcuato Severino Boecio, descendiente de la noble gens Anicia, que de cónsul y filósofo romano llegó a ser venerado hoy como santo por la Iglesia. Considerado el fundador de la Escolástica medieval, su pensamiento ya era reconocido por Dante que lo llamó «alma santa».
Injustamente encarcelado
Por ser un vástago de una importante familia patricia, Boecio gozó de un camino muy allanado: a la edad de 25 años ya era senador y luego cónsul único desde el año 510. Se casó con Rusticiana y tuvo dos hijos con ella, que serán cónsules en el 522. En 497, Roma había sido invadida por los ostrogodos de Teodorico. Boecio fue uno de aquellos romanos cultos que creían en la posibilidad de la convivencia pacífica, y por lo tanto en la posibilidad del encuentro civilizado entre las dos culturas. Como Severino había escrito mucho sobre lógica, matemáticas, música y teología, era un hombre influyente de su tiempo y, sólo en un principio, Teodorico lo estimó y le pidió consejo. Poco después sucedió algo terrible que cambió todo. Por haber defendido a un amigo, el senador Albino, Boecio fue acusado de corrupción por el propio Teodorico, quien – como arriano y bárbaro que era – en realidad temía que Boecio hubiera preferido al emperador bizantino Justiniano. Fue por esta sucia razón política que lo exilió y lo encarceló en Pavía, donde fue ejecutado el 23 de octubre de 524.
El consuelo de la filosofía
En la prisión, Boecio sabía que estaba sufriendo una sentencia injusta, así que buscó la luz, el consuelo y la sabiduría. Comienzó su obra haciendo una reflexión sobre la justicia humana, donde a menudo, como en su caso, existía tanta injusticia real. Describió así cómo en la cárcel los bienes aparentes se evaporan, dejando lugar a los bienes auténticos, como la amistad por ejemplo, o como el Bien más elevado, el Bien Supremo, que es Dios. Allí percibió sobre todo como Dios no le había dejado solo, no le había permitido caer en el fatalismo ni extinguir la esperanza; más bien le había enseñado que es su Providencia la que gobernaba el mundo; providencia con un rostro personal y no abstracto. Confortado pues por el mismo rostro del Dios Padre providente, fue así que el condenado a muerte, Boecio, recuperó la fuerza para rechazar el odio y dialogar a través de la oración y así alcanzar la salvación. Este es, en extrema síntesis, el contenido de su mayor obra, el De consolatione philosophiae en el que, retomando un género literario muy querido en la antigüedad tardía, recurrió al consuelo del pensamiento sabio, precisamente, como medicina al drama existencial que estaba viviendo. Como respuesta a su confiada oración, el sabio y luminoso consuelo de Dios le respondió inmediatamente de este modo: en primer lugar Severino Boecio percibió claramente que quien era capaz de estar ya consigo mismo, no podía sentirse en exilio; luego comenzó a valorar no lo que había perdido, sino lo que todavía le quedaba, llegando a comprender que la felicidad sólo puede encontrarse proyectándose en el infinito, es decir, en la dimensión del eterno propia de Dios. Del mismo modo, comprendió que la libertad del hombre sólo se realiza cuando se mantiene anclado al plan que la Providencia le ha reservado. Nunca, por lo tanto, se dejó ahogar por la condición de sufrimiento en la que se encontraba, sino que siempre se esforzó por alcanzar el Bien, por alcanzar a Dios: esta es, de hecho, la más auténtica enseñanza que acomuna a todos los mártires.
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