11 Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre.
12 Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad.
13 Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores.»
14 Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate.»
15 El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre.
16 El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».
17 Y lo que se decía de él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina. (Lc. 7, 11-17)
He aquí una de las palabras más consoladoras para nuestros momentos de dolor y lágrimas: “Jesús se compadeció de esta pobre viuda y le dijo: “¡no llores!””. Las lágrimas conmueven el Corazón de Cristo porque su compasión no es sólo un sentimiento, sino que va más allá. Él es el Único que puede enjugar todo nuestro llanto.
Hay otro pasaje en el Evangelio en que contemplamos a Jesús aliviando con amor tanto dolor: es María Magdalena que lloraba desconsolada ante la tumba vacía de Jesús y es que dice: “se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Al verla llorar, le dice Jesús: “¡Por qué lloras, a quién buscas?”, que es como decir: “! ¡No llores más!”. En el Apocalipsis se dice que “Juan el Evangelista lloraba mucho porque no había ni en el cielo ni en la tierra quién pudiera abrir el libro y sus siete sellos y, un anciano se le acercó y le dijo:no llores más, ha vencido el León de la tribu de Judá y puede abrir el libro y sus siete sellos”. Esto es poder leer y juzgar el libro de la historia de los hombres, con poder, verdad y justicia.
Siempre que se llora en el Evangelio y la Escritura, es en referencia a Cristo. Es un dolor grande, con llanto por encontrar a Jesús, el Hijo de Dios. Y en las Bienaventuranzas se les llama dichosos a los que lloran,porque esta ausencia de Cristo nos lleva a ser consolados por Él. Pero, sin estas lágrimas santas, no hay consuelo.
Jesús paró el cortejo fúnebre porque la muerte no tiene ningún dominio sobre Él. El Señor ha vencido a la muerte con su Pasión y Muerte y, en su Resurrección, la encadenó presentándosela al Padre como su trofeo de gloria. Estas escenas evangélicas, en las que la angustia vital se transforma en gozo y alegría, son la expresión del hombre antes, sin Cristo, sumido en su ensimismamiento, y el hombre que se llega a Jesús y le pide lo sane y lo salve del poder de la muerte.
Jesús es el Señor y Él es el Único que nos puede llevar al regazo del Padre pues, ante su presencia, está eternamente el sacrificio de la Cruz. Ha pagado por nosotros con su Sangre y por tanto somos suyos.
Pero no sólo es su Palabra compasiva la que nos devuelve la vida, sino que sus manos nos tocan: “tocó el féretro del joven y después lo tocó a él y le dijo: “¡muchacho, levántate!” ¡Cuántas veces, Jesús,necesitaríamos que tocaras nuestra carne enferma de andar tras otros dioses o del pecado mismo! ¡Nuestra vida está gritando de continuo por tu gracia y tu Santidad! ¡Si yo me pego a Ti, me haré un mismo espíritu contigo y todo lo que está turbio en mí, se volverá luz y vida!
¡Te necesito, Jesús, como lo único necesario, porque “mi carne tiene ansia de ti y mi alma vive sedienta de tu presencia viva! ¡Tú que te hiciste tantas veces palabra, vista y tacto para los que te buscaban, hazte ahora ante mi oración todo oído, escuchando amorosamente mi plegaria y súplica que clama desde lo hondo! ¡Qué yo sea como ese joven que despierte a una vida nueva en Ti y sólo para Ti! ¡Atiende mi clamor pues lo hago con fe, Jesús! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!
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