«Los enemigos de Dios desaparecen uno por uno, y la Iglesia permanece. Seremos atribulados, pero nunca vencidos». (A la Acción Católica). «Juanito el bueno», así lo llamaban de niño en Senigallia, provincia de Ancona, donde nació. Vivaz y juguetón como todos los niños, los viernes por la tarde, sin embargo, reunía a jóvenes y ancianos en la plaza alrededor del Crucifijo, leyendo y comentando los Evangelios. Comenzó su formación con los Escolapios, fue un asiduo frecuentador de la Confesión y la Eucaristía, hasta que a la edad de 17 años decidió hacerse sacerdote: por lo que se trasladó a Roma para estudiar en el Colegio Romano.
«Simplemente un sacerdote»
Así lo definió su hermano Gabriel porque Juan María se consideraba exactamente de ese modo, incluso después del nombramiento de arzobispo, incluso después del birrete de cardenal e incluso después de ser nombrado suscesor de san Pedro: simplemente un sacerdote, un pastor que quería ganar el mayor número de almas para Jesús y convertirse en santo. Fue ordenado sacerdote en 1819; a la edad de 35 años se convirtió en obispo de Spoleto y luego fue transferido a Imola. En 1840 fue creado cardenal y en 1846 sucedió a Gregorio XVI tomando el nombre de Pío IX.
El pontificado de Pío IX
Los largos años en los que Pío IX gobernó la Iglesia fueron años de gran agitación política en Italia. En 1848, como resultado de los levantamientos, tuvo que exiliarse en Gaeta mientras que en Roma se estableció la República Romana de Mazzini, que declaró la caída del poder temporal del Papa. En 1850, gracias a la ayuda de algunos príncipes católicos y a la intervención francesa, Pío IX volvió a Roma. Algunos años mas tarde afrontó las duras consecuencias de la proclamación del Reino de Italia en 1861 y del hecho de que Roma se convirtiera en la capital de Italia en 1871.
El amor por la verdad
En una época de fuertes contrastes políticos y gran incertidumbre, Pío IX recitaba a menudo esta oración, que él mismo llamaba «contra el error»: Dulcísimo Jesús, nuestro Divino Maestro, Tú que siempre hiciste vanas las infames artimañas de los fariseos con las que a menudo te asaltaban, destruye las tramas de los malvados y de todos aquellos que en la mezquindad de sus almas buscan seducir y abrumar a Tu pueblo con sus falsas sutilezas. Ilumínanos a todos, tus discípulos, con la luz de tu gracia, para que no nos corrompamos con la astucia de los sabios de este mundo. Sabios que esparcen por todas partes sus errores, sus malvados sofismas; para arrastrarnos también a nosotros a su abismo. Concédenos la luz de la fe tan fuerte como para desenmascarar las trampas de los malvados, para creer firmemente en los dogmas de tu Iglesia, y para rechazar con constancia las máximas engañosas.