Cancún, Quintana Roo.– “En su corazón prevaleció, no la ira sino el amor” Viendo Yavhé Dios, que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que llevaba en su corazón eran puro mal de continuo, le peso a Yahvé Dios, de haber hecho al hombre en la tierra y dijo: voy a exterminar de sobre el haz de la tierra al hombre que he creado. Y vino entonces el diluvio que destruyó la humanidad, menos a Noé y a su familia que habían hallado gracia a sus ojos.
También Moisés hallo gracia a sus ojos y no castigó al pueblo de cabeza dura, sino que perdonó sus iniquidades y pecados.
El Señor Dios se proclamó compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel. Pero ni Noé ni Moisés podían sospechar que su amor llegaría a tanto; al extremo de enviarnos a su propio hijo para salvarnos de la perdición. En su corazón de padre, no prevaleció la justa ira sino el amor salvador. “Tanto amó Dios al mundo, que nos envió a su propio hijo para que el mundo no perezca”.
Dios nos amó primero. Antes de que nosotros pudiéramos sospechar o imaginar, la grandeza infinita e incondicional de su amor, el nos amó primero y nos mandó a su hijo unigénito. Dios siempre nos primerea. Dios siempre se nos adelanta. Dios siempre nos busca, antes de que comencemos a buscarle. Dios siempre nos manda señales para que podamos encontrarlo. Tenemos que repasar la historia de nuestra vida, para ir descubriendo, esos momentos maravillosos en los que se nos hace presente y nos perdona y nos consuela, nos habla, nos anima y nos acompaña. Él toma la iniciativa y a nosotros nos toca abrirle la puerta y no dejarle que se quede tocando la puerta de nuestro corazón. “Estoy a la puerta y llamo, si alguno me abre entraré y cenaremos junto” (Ap. 3, 20). No tengamos miedo de abrir de par en par las puertas de nuestro corazón al amor infinito e incondicional de Dios nuestro Señor. No nos quita nada y nos lo da todo.
Amor trinitario. Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad sino una comunidad, una familia. Pues lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y el espíritu de amor. El amor de Dios es un misterio que no podemos comprender, ni aferrar, porque es un misterio que nos envuelve, en el vivimos, nos movemos y somos, el está al lado del ser humano, sobre todo para salvarlo, no para enjuiciarlo y menos para condenarlo. Es un amor tan real como misterioso, pues transforma vidas, perdona, sana, libera y redime. Es amor que solo busca el bien, la paz, la alegría y la salvación de sus hijos. El ama porque ama y no por los méritos de aquellos a los que ama, sino porque Dios es amor. Y un amor inagotable de gracias y bendiciones. Bendito sea Dios padre de nuestro Señor Jesucristo, porque nos ha bendecido siempre, con toda clase de bendiciones y gracias. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá. Así sea. + Pedro Pablo Elizondo Cárdenas, L. C. Obispo de Cancún-Chetumal.