Juan fue un as de la palabra desde muchacho. El famoso rector Libonio,
su maestro, que veía en el joven a su natural sucesor, sintió mucho
cuando aquel alumno prometedor prefirió la fe a la atractiva retórica.
“¡Si los cristianos no me lo hubieran robado!”, exclamará. En efecto,
Juan sí fue “robado” por la atracción que sentía por las palabras
sagradas, que estudia con atención en el círculo de Diodoro, futuro
obispo de Tarso. San Pablo es uno de sus preferidos, al que le dedicará
mucho en pensamientos y páginas. Pero toda la Biblia, con sus
enseñanzas, deja una huella profunda en aquel joven de Antioquía que
se prepara para convertirse en una espada de doble filo en el oriente
cristiano del siglo V, precisamente por aquel talento de decir las cosas
sabiendo que lo dice bien.
El espíritu no el vientre
El obispo Fabiano lo ordenó sacerdote, pero Juan, desde los años del diaconato,
demuestra rotundamente que su capacidad de hablar a la gente de las Escrituras
es fuera de lo común. Antes de esta fase, el joven también hace la experiencia
eremítica – seis años en el desierto, los últimos dos en una caverna – y esto
consolida en él un carácter de sobriedad que confiere ulterior fuerza a sus
palabras que sacuden siempre por su franqueza. Predica el amor concreto a los
hermanos más pobres, insta a los monjes a realizar obras de caridad y a
desprenderse del dinero; impulsa a los laicos a evitar la telaraña de la corrupción.
En suma, más espacio al espíritu y menos a la carne. Juan es un moralista, en el
sentido positivo del término, para una época en la que extraer de los dichos
bíblicos normas de comportamiento coherentes con la vida de un bautizado era el
camino que se recorría con frecuencia.
Patriarca incómodo
Cuando tenía alrededor de 50 años, en el 397, da el gran salto. Juan está en
Constantinopla para suceder al Patriarca Nectario. Cambia el papel: gran
visibilidad y cercanía a la corte. El único que no cambia es Juan. El fustigador de
la corrupción – que en los palacios del poder bizantino pulula – es fiel a su estilo.
La gente lo ama por eso, tal como lo testimonian sus contemporáneos. Los que
comienzan a detestarlo cada vez más abiertamente son la nobleza y el clero,
apegados a sus privilegios y de aquel hombre que, en lugar de alinearse a los
modos del círculo del que ha entrado a formar parte, reciben frases que no hacen
descuentos. Indolencia y vicios, sobre todo por parte de quien viste una túnica,
son los blancos preferidos. Y a las palabras siguen los hechos. Muchos
presbíteros son removidos por indignidad, incluido el obispo de Éfeso. Para
muchos es demasiado. Y contra un hombre que en el fondo es más ingenuo que
astuto, parte la lista de intrigas.
“Boca de oro”
Capitanea la fronda contra Juan el Patriarca de Alejandría, Teófilo, y la emperatriz
Eudoxia. En su ausencia convocan un sínodo que obliga a Juan al exilio. Corre el
año 403, pero el alejamiento dura poco. Por aclamación popular, Juan regresa a
Constantinopla y sus adversarios vuelen a lanzar el desafío. El 9 de junio del 404
una nueva condena lo aleja del centro del Imperio. El antiguo eremita encuentra
una soledad forzada. Juan “boca de oro”, tal como será apodado tiempo después,
muere en el año 407, en Comana Pontica, durante uno de los tantos traslados que
debía realizar. Su sabiduría permanece intacta a lo largo de los siglos,
corroborada por centenares de escritos de un hombre y un sacerdote convencido
de que “en todas las cosas” deba darse “gloria a Dios”.