Por haber sido fiel a su misión que le había encomendado el Padre (el amor, la entrega a los hombres), Jesús murió en la cruz. Nos dice el Evangelio: «Mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomen y coman; esto es mi Cuerpo.’ Después tomó una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: ‘Beban todos de ella: esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de sus pecados» (Le 22, 19-20).
El pan es ya el Cuerpo de Jesús, el vino es ya la Sangre de Jesús. Al día siguiente, lo mataron en la cruz. Su muerte fue el fruto maduro de una vida vivida ‘en espíritu y verdad’ (Jn 4, 23). Una vida convertida en «servicio de amor», en entrega continua, en sacrificio en bien de los demás; así también fue su muerte.
En la Eucaristía se participa de la alianza de Jesús en la ultima cena y nos unimos a Él en el sacrificio del calvario.
La palabra Eucaristía ha prevalecido en el uso cristiano para designar la acción instituida por Jesús la víspera de su muerte. Jesús hizo de su vida una oblación, una entrega sin reservas. Y esa entrega no era sino el sacramento del amor que el Padre nos tiene: «¡Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único “(Jn 3, 16)! El Padre se volcó sobre la humanidad; derramó sobre ella su amor, misericordia y bondad. Las expresiones del amor de Jesús hacia los hombres y mujeres fueron múltiples: Su predicación, sus gestos simbólicos, sus acciones transformadoras, sus milagros, su estilo de vida, su servicio y solidaridad proclaman el amor del Padre hacia la humanidad. Lo importante de la Última Cena fue el encuentro por parte de Jesús; este encuentro alcanzó su máxima intimidad en el gesto de la entrega de su Cuerpo y Sangre y en el gesto del servicio al lavarles los pies a los discípulos.
Jesús vivió acercándose cada vez más al hombre, a la mujer, a la gente; hizo de su vida un proyecto de cercanía, servicio y entrega, que no fue como el sacerdote o el levita que pasaron de largo al ver al hombre que habían asaltado, sino como el samaritano que se acerca, que toca, que cura… (ver Lc 10, 25-35). Se hizo cercano en el Cenáculo. Encontró en el pan y el vino los símbolos de sí mismo, entregándose por su pueblo, y en el gesto del lavatorio de los pies, un testimonio de que los seguidores de Jesús somos servidores que entregan su vida a favor de los demás. La Eucaristía nos fortalece, nos alimenta, nos comunica la vida de Dios en Jesús sacramentado, y nos capacita para hacer de la propia vida una vida entregada, donada al servicio de las demás personas. La Eucaristía nos impulsa a vivir este espíritu de servicio a todos los hombres y mujeres.
Los principales efectos de la Sagrada Eucaristía en el alma de quien la recibe con fe, porque por muy difícil que parezca la vida, aunque tengamos muchos problemas y se nos cierren los caminos, nos queda el refugio de esa fe. La Sagrada Comunión nos fortalece para luchar en la vida.
La comunión es fuente de energía, la fuerza de la Iglesia Católica, la adquiere del Cuerpo y Sangre de Cristo nuestro Señor.
Otro efecto de la Eucaristía en el alma de quien la recibe con fe, es que el pensamiento de la muerte ya no debe quebrantarle, porque quien come Su Carne y bebe Su Sangre tendrá vida eterna y Él lo resucitará en el último día. Palabras magníficas, palabras santas, palabras de vida pronunciadas por Cristo que traspasó triunfalmente la puerta de la muerte para resucitar a la vida eterna.
Es el sagrado banquete en que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en que celebramos el memorial de Su Muerte y Su Resurrección, lo que nos llena de gracia al recibir la palabra de la Gloria Futura.
Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo, te alabamos, te adoramos, te bendecimos te damos gracias.
Ivonne Ordaz