El Cardenal Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas, México, comparte una reflexión sobre la situación de los migrantes indocumentados, procedentes no sólo de Honduras, El Salvador y Guatemala, sino también de Haití, de Cuba, de otros países, incluso africanos: “son una realidad que nos está rebasando, al gobierno y a las comunidades locales”.

Ciudad del Vaticano

Por el Cardenal Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas, México.

Otro país, con migrantes

Las caravanas de migrantes indocumentados, procedentes no sólo de Honduras, El Salvador y Guatemala, sino también de Haití, de Cuba, de otros países, incluso africanos, son una realidad que nos está rebasando, al gobierno y a las comunidades locales. Es cierto que no faltan líderes y explotadores que, con falsas promesas, alientan estos movimientos; pero en el fondo se refleja la salida desesperada de quienes anhelan escapar de situaciones de pobreza y violencia que sufren en sus lugares de origen.

Hace años, en Salto de Agua, cerca de Palenque, llegó una joven hondureña con su hija en brazos de unos ocho meses, con la intención de llegar a los Estados Unidos. Le pregunté por qué se exponían tanto a los peligros y sufrimientos de un viaje tan largo, ella y su hija. Me respondió que, si no huía, allá la matarían a ella, a su niña y a su familia. En esos casos, ¿qué les podemos decir? ¿Qué regresen a su país y que no salgan? De ninguna manera. Le atendimos en todo lo posible en su sacrificado intento por escapar de esa situación. Lo mismo tratamos de hacer como iglesia diocesana, en varias parroquias, estableciendo albergues para ellos. En algunos casos, instituimos centros de derechos humanos para su protección legal y, si era posible, para ayudarles a tramitar su estancia entre nosotros como refugiados. En una parte, se les ofrecieron oportunidades de aprender un oficio, para que encontraran trabajo, al menos transitorio. Si Estados Unidos ampliara más sus cuotas de trabajadores temporales, con todos los documentos y con la protección legal, no habría tanto sufrimiento de los migrantes.

De mi pueblo natal, desde hace años muchos emigraron hacia El Norte, buscando mejores condiciones de vida. La mayoría lo han logrado, unos con documentos y otros sin ellos. Con las remesas que envían sistemáticamente a sus familias que han quedado en el pueblo, la situación general de la población ha mejorado mucho. Hay algunos pobres, pero en todos los hogares hay las suficientes condiciones para una vida digna, aunque austera. Hay luz eléctrica, agua en las casas, escuelas, clínica de salud, internet, trabajo, alimentación, medios de comunicación, párroco. Si no fuera por las bandas de extorsionadores que se han posesionado de la región, la vida aquí sería muy agradable. Y mucho se debe a las aportaciones de los migrantes, que incluso construyen aquí sus bonitas casas para cuando puedan venir de visita, o regresar. Desde allá, cooperan siempre para el mejoramiento de la comunidad, también para las fiestas patronales y para los servicios parroquiales.

Pensar

El Episcopado Mexicano, en su Proyecto Global de Pastoral 2031-2033, dice al respecto: “Una de las características propias del hombre, desde su origen, ha sido su movilidad. El deseo de conocer, viajar y descubrir cosas y lugares nuevos, lo ha llevado a un continuo desplazamiento. El avance de la técnica y la construcción de modernas maquinarias han facilitado el desplazamiento de muchas personas a lugares remotos y desconocidos. Por otro lado, también aquí, se encuentra uno de los dramas de nuestro tiempo y de este fenómeno globalizador: la migración forzada de millones de seres humanos que ha obligado a muchos hermanos a dejar su pueblo y su cultura, lo que deriva en pobreza, violencia, falta de oportunidades, rechazo racial, político y religioso, desintegración familiar, trata de personas, necesidad de refugio, constitución de nuevas familias, soledad, desarraigo y una vulnerabilidad jurídica ante su situación de inmigrantes indocumentados” (38).

“Jesús, de recién nacido vivió, junto a su familia, la experiencia del migrante refugiado. La vida de refugiado pone delante de nosotros la cruda experiencia de quien tiene que huir a causa del odio de los demás, pero también el rostro de una paternidad responsable en la persona de San José, que carga con su familia para darle protección, atención y cuidado. La familia de Nazareth es signo de fortaleza para todas las familias que sufren dejando su lugar de origen por razones de seguridad o buscando mejores condiciones de vida” (114).

Actuar

Ante esta situación, nos comprometimos a:

“Recibir con caridad, acompañar, defender los derechos e integrar a los hermanos y hermanas migrantes que transiten o deseen permanecer con nosotros” (176 f). “Abrir más espacios para una Iglesia Pueblo, una Iglesia incluyente donde se acoja con misericordia a … indigentes y migrantes” (179 c). “Identificar y acompañar a los grupos vulnerables de nuestra sociedad: migrantes, indigentes, jóvenes en situaciones de riesgo, entre otros” (186 c). “Instrumentar iniciativas pastorales para acercarnos a los adolescentes y jóvenes en sus diversas realidades y ambientes: campesino, indígena, estudiantil, obrero, migrante, urbano y como jóvenes adultos, con una disposición a la escucha y al diálogo, ayudando a fortalecer su proyecto de vida” (188 b).

Suscribimos estos compromisos los Obispos, pero nosotros no somos toda la Iglesia. Cada quien haga cuanto pueda por llevarlos a la práctica, pues en ello nos jugamos nuestra fidelidad al Evangelio.

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