FIESTA: 21 de noviembre
Fueron callados, como su humildad, los años de infancia de María Santísima. Nada nos dice la Sagrada Escritura. Los cristianos, sin embargo, deseaban conocer con más detalle la vida de María. Era una aspiración legítima. Y como los evangelios guardan silencio hasta el momento de la Anunciación, la piedad popular, inspirada en varios pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, elaboró pronto algunas narraciones sencillas que luego se recogerían en el arte, en la poesía y en la espiritualidad cristiana.
Uno de estos episodios, quizá el más representativo, es la Presentación de la Virgen. María es ofrecida a Dios por sus padres, Joaquín y Ana, en el Templo de Jerusalén; lo mismo que otra Ana, madre del profeta Samuel, ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1, 21-28); igual que, años después, María y José llevarían a Jesús recién nacido al Templo para presentarlo al Señor (cfr. Lc 2, 22-38).
En rigor, no hay una historia de estos años de la Virgen, sino lo que la tradición nos ha ido transmitiendo. El primer texto escrito que refiere este episodio —de él dependen los numerosos testimonios de la tradición posterior— es el Protoevangelio de Santiago, un escrito apócrifo del siglo II. Apócrifo significa que no pertenece al canon de los libros inspirados por Dios; pero esto no excluye que algunos de estos relatos tengan ciertos elementos verdaderos En efecto, despojado de los detalles posiblemente legendarios, la Iglesia incluyó este episodio en la liturgia: primero en Jerusalén, donde en el año 543 se dedicó la basílica de Santa María Nueva en recuerdo de la Presentación; en el siglo XIV, la fiesta pasó a Occidente, donde su conmemoración litúrgica se fijó el 21 de noviembre.
María en el Templo. Toda su belleza y su gracia —estaba llena de hermosura en el alma y en el cuerpo— eran para el Señor. Éste es el contenido teológico de la fiesta de la Presentación de la Virgen. Y en este sentido la liturgia le aplica algunas frases de los libros sagrados: en el tabernáculo santo, en su presencia, le di culto, y así me establecí en Sión. En la ciudad amada me dio descanso, y en Jerusalén está mi potestad. Arraigué en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad ( Sir 24, 15-16).
Lo mismo que Jesús cuando fue presentado en el Templo, María continuaría viviendo con Joaquín y Ana una vida normal. Donde Ella estaba —sujeta a sus padres, creciendo hasta hacerse mujer—, allí estaba la llena de gracia ( Lc 1, 28), con el corazón dispuesto para un servicio completo a Dios y a todos los hombres, por amor a Dios.
La Virgen fue madurando ante Dios y ante los hombres. Nadie notó nada extraordinario en su comportamiento, aunque, sin duda, cautivaría a quienes tenía alrededor, porque la santidad atrae siempre; más aún en el caso de la Toda Santa. Era una doncella sonriente, trabajadora, metida siempre en Dios, y a su lado todos se sentían a gusto. En sus ratos de oración, como buena conocedora de la Sagrada Escritura, repasaría una y otra vez las profecías que anunciaban el advenimiento del Salvador. Las haría vida suya, objeto de su reflexión, motivo de sus conversaciones. Esa riqueza interior se desbordaría luego en el Magníficat , el espléndido himno que pronunció al escuchar el saludo de su prima Isabel.
Todo en la Virgen María estaba orientado hacia la Santísima Humanidad de Jesucristo, el verdadero Templo de Dios. La fiesta de su Presentación expresa esa pertenencia exclusiva de Nuestra Señora a Dios, la completa dedicación de su alma y de su cuerpo al misterio de la salvación, que es el misterio del acercamiento del Creador a la criatura.
Como cedro del Líbano crecí, como ciprés de los montes del Hermón. Crecí como palmera en Engadí, como jardín de rosas en Jericó, como noble olivo en la planicie, como plátano crecido junto al agua en las plazas ( Sir 24, 17-19). Santa María hizo que en torno suyo floreciera el amor a Dios. Lo llevó a cabo sin ser notada, porque sus obras eran cosas de todos los días, cosas pequeñas llenas de amor.
J.A. Loarte