1 Ríos, vientos y encinas
1 Ríos, vientos y encinas
Hay autores que comparan la vida con los ríos. Para otros la vida se puede comparar con el viento. El río da la sensación de permanencia: el agua siempre corre por el mismo cauce. El viento es algo tan indeterminado que no sabemos cuándo iniciará y de dónde y hacia dónde se moverá.
Nuestra vida corre veloz, va de un lado para otro. En momentos se asemeja a una montaña tranquila: todo ocupa su lugar, nada da muestras de querer cambiar. Otros instantes somos arrastrados de un sitio para otro, hasta el punto que creemos que en cualquier momento se va a romper nuestro frágil equilibrio interior y saltará en mil pedazos el cristal que dibuja nuestra imagen ante los demás y ante nosotros mismos.
Conviene no olvidar, sin embargo, que en el continuo cambio del viento también hay algo que permanece. El viento es siempre aire. Aire que se mueve, pero aire… Nuestra vida zarandeada por el viento del tiempo, es siempre vida. Pero hace falta algo para que sea vida plenamente: la estabilidad.
Hay dos modos de dar estabilidad a una existencia humana. Uno es el compromiso. Otro es el amor. O, si juntamos las dos cosas, sólo adquirimos estabilidad cuando nos comprometemos en el amor, o cuando amamos hasta llegar a compromisos sinceros.
En un mundo en el que todo pasa con velocidad creciente, en el que hoy dos jóvenes dicen amarse y mañana ni se saludan cuando se cruzan por la calle, en el que dos adultos inician el proceso de divorcio para separar unas vidas que un día fueron amor hasta la muerte… el que alguien pueda amar hasta un compromiso total hace que se encienda un faro de luz que llena de esperanza.
Si se admite que hay un parecido entre la vida y el viento, también podemos intentar comparar nuestro vivir con la encina. Cada amor comprometido arraiga la existencia de un hombre o de una mujer hasta convertirlos en algo que dura. La encina está allí, a merced del viento, de la lluvia, del granizo o de la contaminación. La encina grita al cielo que durará mientras sea lo que es, mientras pueda seguir luchando, día a día, contra la sequía, contra el abandono, contra el hacha que le roba algunas ramas para alimentar el fuego de un hogar.
Lo hermoso es poder llegar a un compromiso precisamente cuando uno sabe que puede tomarlo o dejarlo, pero que una vez tomado ese compromiso marcará toda una vida. Así debería ser cualquier matrimonio, así debería ser cualquier amistad, así debería ser cualquier profesión que implique un servicio a la sociedad (y, en el fondo, cualquier trabajador es una fuente de bien para los demás).
El hecho de que el compromiso sea algo hermoso no quita el que sea también difícil. Pero lo que vale cuesta. No sólo cuando se trata de comprar un diamante. La amistad, el amor verdadero, el compromiso de entrega a los demás, no se puede comprar con todo el oro del mundo. Los corazones no se venden sin permiso, aunque haya quien venda su corazón por un puñado de placer.
Ríos, vientos, encinas. Son imágenes de algo tan complejo como el vivir. Son elementos naturales que no pueden representar bien lo que significa ser hombre y ser mujer en un mundo en cambios continuos. Lo importante es que no nos arrastren las aguas, no nos lleve el viento, no se nos pudran las raíces. Un amor comprometido y fresco puede vencer cualquier dificultad. Y puede tocar la eternidad ya en este mundo.
2 Roberta y Ana, dos historias diferentes
Ser mamá es una aventura apasionante. Ser mamá cuando aún no se han cumplido 18 años es una aventura… diferente.
Roberta y Ana nos presentan dos situaciones parecidas, si bien han recorrido caminos distintos. Roberta quedó embarazada cuando apenas tenía 14 años. «Su hombre» después de golpearla la abandonó a su suerte, y ella, maravillosa aventura, aceptó llevar adelante la vida que había iniciado en su útero. Ahora que está a punto de cumplir 17 años se siente feliz de tener a su hijito, de apenas 2 años, vivo y contento, aunque el futuro sigue lleno de riesgos y de incógnitas.
Ana quedó embarazada a los 17 años. Habló con su madre, y las dos, de común acuerdo, fueron al hospital. La madre de Ana consideraba que el aborto era algo malo, pero cuando una nueva vida llamó a su casa de un modo tan inesperado, prefirió terminar con todo. La chica fue al hospital hace ya algunos meses, y recuerda todavía los gritos de angustia de otra señora, de 40 años, que también estaba en la sala de espera para abortar.
Ana recuerda ese día dramático. «Para mí el aborto es un dolor en las piernas, un dolor allí, donde aspiran, pero sobre todo es ese llanto que me viene al recuerdo, el llanto de aquella señora, ni siquiera sé cómo se llamaba… Intento no pensar en el niño. Además, ¿había realmente un niño dentro de mí? Sí, lo sé, desde el punto de vista científico es así. Por un instante perdí la cabeza: ahora me quedo con él… La cosa duró alrededor de medio día. Un absurdo. Sólo tengo 17 años. No puedo y no quiero. Tomé una decisión, y dejé de sentir esa cosa, allí dentro…»
Las historias de Roberta y de Ana nos pueden servir para pensar en dos verdades fundamentales de la vida humana. La primera, que hay que respetar cualquier existencia que inicia, sea como sea, como fundamento de un mundo democrático, justo, libre y progresista. La sociedad, por ello, debe defender y ayudar cualquier vida ya comenzada, aunque sea la de un niño pobre en el corazón de una barraca miserable, o la de un embrión en el seno de una adolescente angustiada (que necesita, a su vez, una enorme dosis de comprensión, apoyo y solidaridad).
La segunda, que no basta la tutela legal para garantizar el «derecho» más sublime que todo hombre o mujer contrae desde que inicia la aventura humana: la de saberse acogido, la de recibir un amor que gratuito. Por más leyes que existan, mientras no haya amor seguirá habiendo crímenes, robos y calumnias (aunque una ley eficazmente aplicada, esperamos, disuadirá a no pocos a cometer algunos de los delitos más graves que puedan darse entre los seres humanos). Pero es posible también que, en un mundo primitivo y lleno de pobreza, sin escritura y sin leyes ni policías en las calles, pueda bastar el amor para que un nińo ayude a un anciano moribundo en su humilde choza, para que una madre cuide al hijo pobre de los vecinos, para que una adolescente no aborte y conserve y proteja la vida de su hijo indefenso y débil.
Roberta escogió, instintivamente, a sus frágiles 14 años, el camino del amor, quizá sin conocer si la ley le permitía abortar o no. Quizá ni se le pasó por la cabeza el estudiar su situación «jurídica». Quiso amar, y basta. Ana, en cambio, no encontró la ayuda de la ley para llevar adelante su embarazo, al contrario, buscó, con su madre, un hospital donde pudo realizar el aborto «con todas las de la ley».
Ser mamá es siempre una aventura apasionante. No termina en los 9 meses de embarazo, ni en los primeros años de vida, ni cuando el hijo o la hija llegan a la universidad, se casan o se van al extranjero. Por eso todos los hijos saben lo que deben a sus padres, pero, de modo especial, a sus madres. El hijo de Roberta se lo agradecerá si sabe amar… y tiene ya en su misma madre la mejor escuela de amor. Ojalá también Ana pueda entrar en el círculo de los que aman: en ese momento descubrirá que su hijo abortado quizá le guiña un ojo desde ese mundo misterioso de los que han pasado ya la frontera de la muerte, y que la ama y la perdona, a pesar de todo…